lunes, 26 de septiembre de 2011

Sobre la reforma constitucional

Antonio García Santesmases *
Muchas son las cosas que se pueden decir acerca de la reforma constitucional aprobada de una manera sorpresiva, y a toda prisa, en el Congreso de los diputados. Debo decir que la primera impresión que recibí se produjo, a orillas del Cantábrico, en la magnífica Playa de San Lorenzo en mi querida Gijón. Al principio quedé sorprendido y desconcertado, perplejo, como muchos otros españoles, ya que ponía en cuestión un tópico, comúnmente aceptado, que  afirmaba que no era conveniente revisar la Constitución del 78, a no ser que fuera posible alcanzar un acuerdo semejante al que se produjo en 1.978. Esta era la razón que esgrimían unos y otros para aparcar, hasta mejor ocasión, la reforma de la ley electoral. Y de pronto, sorpresivamente, cuando estábamos al final de la legislatura, se decide proponer, nada más y nada menos, que una reforma  de la Constitución.
El hecho es que tengo asociado todo este ruido mediático y político a lo ocurrido la semana anterior. El Presidente del Gobierno realiza su propuesta a las Cortes el 23 de agosto. Estamos a martes. El domingo anterior ha abandonado España Benedicto XVI. Con motivo de su visita se suceden los análisis y comentarios acerca del carácter de nuestro Estado: vuelve la discusión acerca de si estamos ante un Estado aconfesional o ante un Estado laico, a la distinción entre laicidad y laicismo, y al cambio del papel de la religión en estos años. Entre todos los análisis publicados me llama la atención un artículo de Enric Juliana en el periódico La Vanguardia donde recuerda la sorpresa del cardenal Tarancón ante la reacción del nuevo pontífice tras su elección. Cuando Tarancón esperaba una continuidad con la línea de Pablo VI se encuentra con la  áspera reprimenda de Juan Pablo II; éste le reprocha no haberse opuesto a una Constitución “atea” y le recrimina no haber sido capaz de articular el catolicismo español en torno a una fuerza política propia. Tarancon pensaba que el tiempo de la Democracia cristiana había concluido y que el pluralismo político de los católicos era  una conquista que no se podía olvidar, para él era uno de los signos de madurez del catolicismo español. Pensaba también que era imprescindible llegar a un acuerdo para evitar la reproducción de las dos Españas. Ninguna de las dos cosas parece que satisfizo al nuevo Papa.
Todo lo ocurrido desde aquel final de los setenta hace que sean muchos los que se pregunten: ¿hubiera sido posible la transición con el catolicismo actual? Es una pregunta que está ahí y que nos hace  pensar, volviendo a nuestro tema, en qué medida hubiera sido posible la Constitución del 78 con una filosofía económica como la que hoy impera en el mundo occidental. ¿Hubiera sido posible el consenso constitucional con el neoconservadurismo?; ¿ hubiera sido factible con el neoliberalismo hoy dominante?
Muchos aprobamos la Constitución no porque pensáramos que la Monarquía parlamentaria sea una fórmula mejor que la República democrática o porque considerásemos que el Estado aconfesional era preferible a un Estado laico, tampoco porque creyésemos que el Estado de las autonomías era preferible a un Estado federal. Pensábamos entonces y seguimos pensando hoy que el republicanismo, el laicismo y el federalismo son fórmulas preferibles pero apoyamos la Constitución porque había que buscar una forma de acuerdo, de transacción, de consenso entre nuestras propuestas y las posiciones de una derecha que venía del franquismo y había apoyado durante muchos años  el confesionalismo, el centralismo y la monarquía tradicional.
Apoyamos la Constitución porque había que llegar a un acuerdo para salir de la dictadura y porque en la Constitución se reconocían los derechos cívicos y los derechos económico-sociales. Se recogían derechos que asumían lo mejor del liberalismo y derechos que abonaban la existencia de un Estado social y democrático de derecho. No éramos muy originales porque tratábamos de reproducir el modelo social europeo y el Estado del bienestar keynesiano: ¿hubiera sido posible el consenso constituyente sin ratificar ese modelo?
Creo que no y, sin embargo, son muchos los que piensan que  lo ocurrido no tiene importancia. Unos afirman que estamos ante un problema puramente técnico; los hay que consideran que no hay de que sorprenderse porque estamos ante la confirmación de una Constitución sesgada desde el principio hacia la derecha, fruto de una transición con más sombras que luces;  por ultimo, también están  los que apoyaron la Constitución del 78 pero consideran que ha quedado sobrepasada por la  configuración del modelo europeo en la actualidad.
Me parece que analizar algunas de estas reacciones ayuda a comprender por qué ante una decisión  tan relevante no se ha producido la reacción popular que podríamos haber esperado. Que las personas vinculadas a un pensamiento neoliberal no hayan reaccionado negativamente es comprensible: sus tesis estaban siendo legitimadas, reconocidas, constitucionalizadas. No querían echar las campanas al vuelo porque lo importante era reconocer que, ¡por fin! se ponía a la política en su sitio: para los neoliberales los políticos no son gentes de fiar, siempre prestos a prometer más de lo que pueden dar, dispuestos a ser generosos con el dinero de todos, y esclavos de los compromisos electorales. Sólo cuando el mercado triunfe sobre la democracia habrá progreso en la sociedad.
Para los progresistas social-liberales la filosofía neoliberal es demasiado dura pero no encuentran manera de marcar una diferencia entre la derecha y la izquierda en el campo económico. Hay que salvar el euro como sea, realizando cualquier tipo de sacrificio, y asumir el principio de la estabilidad presupuestaria puede ser un buen camino para lograr la supervivencia de la moneda común.
Esquemáticamente estas dos son las posiciones que imperan en las dos grandes formaciones políticas pero al asumir esta reforma dejan fuera del consenso a sectores de izquierda que siguen apostando por mantener el Estado del bienestar y por una política económica alternativa. Entre estos sectores están de una manera muy señalada los sindicatos y los partidos a la izquierda del PSOE. Por ello  en este final de la legislatura, asistimos a una paradoja: el político que había sido acusado de romper el pacto constitucional, de cambiar de sujeto constituyente al pretender la aprobación del Estatuto de Cataluña sin el apoyo del partido popular percibe, al final de la legislatura, cómo sus antiguos aliados se oponen a la reforma constitucional y su gran adversario la abona.
Entre los que se oponen hay distintas posiciones que sólo el futuro dirá qué camino tomarán. Los que se oponen al cambio constitucional, desde una postura de apoyo a la Constitución del 78 son vistos, en ocasiones, con una cierta mirada conmiserativa por todos aquellos sectores de izquierda que abjuran radicalmente de la transición española y del actual modelo europeo. Los que apoyaron la Constitución del 78 y sienten que ese espíritu ha sido traicionado, como les ocurre a  los sindicatos, deben oponer su propia lectura de la transición. La Constitución española tuvo luces y sombras pero, no hay duda, a mi juicio, que entre las luces estaba asumir principios muy importantes del modelo keynesiano que hoy son puestos en cuestión. La cuestión es si esos principios tienen posibilidad de sobrevivir en el contexto de la actual globalización.
Esa es la gran interrogante de cara al futuro. Un futuro en el que cada vez es más necesario realizar un debate  sobre las ventajas y los inconvenientes del proceso de integración europea. Un debate que está pendiente en España. Europa es hoy para nosotros una solución a nuestros problemas pero es también un problema cada vez mayor. Es este fenómeno el que está detrás de la perplejidad que suscita este debate; una perplejidad que he podido detectar en muchos ambientes, entre personas que razonan diciendo: “Hombre si todo el modelo europeo está puesto en cuestión, si Europa está al borde del precipicio, si estamos ante la crisis más grave en los últimos ochenta años, no pensarás que debamos conmovernos por modificar un artículo de la Constitución de 1.978”
Al escuchar este razonamiento, al ver cómo lo desarrollaban personas a la vez profundamente conmovidas por la movilización de los profesores en defensa de la Escuela pública he pensado que sólo realizando una interpretación de todo lo ocurrido en todos estos años podremos tener futuro. Esto afecta a todos y especialmente a los sindicatos. Los sindicatos deben intentar articular un relato propio acerca de las luces y las sombras de la transición y de la Constitución del 78. Un relato que sea alternativo al hoy dominante, al que reduce todo a un juego de grandes personalidades (el monarca, Suarez, Tarancón, Carrillo, Felipe González, Fraga, Pujol) en el que aparecen siempre, muy en segundo lugar, los líderes sindicales, la aportación del movimiento obrero, sus experiencias de lucha, las razones por las que apoyaron la Constitución del 78. Al no estar dispuestos a desarrollar ese relato frente a las corrientes hoy dominantes corremos el peligro de quedar subsumidos entre dos universos: los que consideran que no ha pasado nada y los que piensan que ha pasado lo que tenía que pasar, que  ya estaba todo escrito desde los pactos de la transición a la inserción en la Europa actual.
¿Por qué no operamos, en sentido contrario, y decimos que el no a la actual reforma constitucional se basa en el sí crítico a lo mejor del espíritu de la transición?
(*) Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la UNED.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Cómo prevenir una depresión

Nouriel Roubini*

ÁMSTERDAM - Los últimos datos económicos sugieren que la recesión está regresando a las economías más avanzadas, con los mercados financieros llegando a niveles de estrés no se veían desde el colapso de Lehman Brothers en 2008. Son significativos los riesgos de una crisis económica y financiera aún peor que la anterior - ya que ahora involucra no sólo al sector privado, sino también la cuasi insolvencia de bonos soberanos. ¿Qué se puede hacer para reducir las posibilidades de caer en otra contracción de la economía y evitar una depresión y una  crisis financiera más profundas?
En primer lugar, debemos aceptar que las medidas de austeridad, necesarias para evitar una caída fiscal en cadena, tienen efectos recesivos. Por lo tanto, si los países de la periferia de la eurozona se ven obligados a adoptar medidas de austeridad fiscal, los países capaces de ofrecer estímulos a corto plazo deben hacerlo, y posponer sus esfuerzos de austeridad propios. Entre ellos se encuentran Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, el núcleo de la eurozona y Japón. Además, se hace necesaria la creación de bancos que apunten a financiar la infraestructura pública.
En segundo lugar, si bien la política monetaria tiene un impacto limitado cuando los problemas son la deuda excesiva y la insolvencia en lugar de la falta de liquidez, puede ser útil la flexibilización del crédito, en lugar de una distensión sólo cuantitativa. El Banco Central Europeo debe revertir su decisión equivocada de elevar las tasas de interés. Un mayor nivel de flexibilización monetaria y del crédito también es necesario para la Reserva Federal de EE.UU., el Banco de Japón, el Banco de Inglaterra y el Banco Nacional Suizo. La inflación pronto será el último problema que los bancos centrales deban temer, a medida que nuevamente una menor actividad en los mercados de bienes, trabajo, vivienda, materias primas y alimentos genere presiones antiinflacionarias.
En tercer lugar, para restaurar el crecimiento del crédito, los bancos y sistemas bancarios de la eurozona que no están suficientemente capitalizados se deben reforzar con financiamiento público en un programa que abarque a toda la Unión Europea. Para evitar una crisis del crédito adicional a medida que los bancos de desapalancan, deberían contar con una cierta indulgencia de corto plazo en cuanto a exigencias de capital y liquidez. Además, dado que sigue siendo poco probable que los sistemas financieros de EE.UU. y la UE proporcionen crédito a las pequeñas y medianas empresas, es esencial la prestación directa de créditos a las PYME solventes pero sin liquidez.
En cuarto lugar, es necesaria la prestación a gran escala de liquidez a los gobiernos solventes para evitar un repunte de los diferenciales y una pérdida de acceso al mercado que termine por convertir la falta de liquidez en insolvencia. Incluso con cambios de políticas, se necesita tiempo para que los gobiernos restablezcan su credibilidad. Hasta entonces, los mercados mantendrán la presión sobre los diferenciales soberanos, haciendo probable que se produzca una crisis autoinfligida.
Hoy en día, España e Italia están en riesgo de perder acceso al mercado. Se deben triplicar los recursos oficiales -a través de un mayor Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, Eurobonos, o medidas masivas del BC - para evitar un segundo y desastroso ataque sobre estos bonos soberanos.
En quinto lugar, la carga de deuda que no se pueda mitigar mediante el crecimiento, el ahorro o la inflación se debe hacer sostenible a través de su reestructuración ordenada, su reducción y su conversión en capital. Esto debe llevarse a cabo del mismo modo para los gobiernos insolventes, los hogares y las instituciones financieras.
En sexto lugar, incluso si Grecia y otros países periféricos de la eurozona reciben ayudas importantes para paliar su deuda, el crecimiento económico no se reanudará hasta que se restablezca la competitividad. Y, sin un rápido retorno al crecimiento, será imposible evitar más impagos y un mayor nivel de agitación social.
Hay tres opciones para restablecer la competitividad dentro de la eurozona; todos requieren una depreciación real... y ninguno de ellos es viable:
:
·         Un fuerte debilitamiento del euro, apuntando a una paridad con el dólar estadounidense, lo cual es improbable, ya que EE.UU. se encuentra también en una posición débil.
·         Tampoco es probable una reducción rápida de los costes laborales unitarios, mediante la aceleración de la reforma estructural y crecimiento de la productividad en relación con el crecimiento de los salarios, ya que fueron necesarios 15 años para que ese proceso restableciera la competitividad de Alemania.
·         Una deflación acumulada del 30% a cinco años en los precios y los salarios -en Grecia, por ejemplo- lo que significaría cinco años de profundización de una depresión socialmente inaceptable; incluso si fuese posible, este nivel de deflación agravaría la insolvencia, dado un aumento del 30% en el valor real de la deuda.
Debido a que ninguna de estas opciones puede funcionar, la única alternativa es que Grecia y algunos otros miembros actuales abandonen la eurozona. Sólo la vuelta a una moneda nacional -y una fuerte depreciación de la misma- puede recuperar la competitividad y el crecimiento.
Por supuesto, el abandono de la moneda común podría causar daños colaterales para el país que lo haga y aumentar el riesgo de contagio para otros miembros débiles de la eurozona. Por consiguiente, los efectos sobre la hoja de balance de las deudas en euros causados por la depreciación de la nueva moneda nacional se tendrían que manejar a través de una conversión ordenada y negociada de los pasivos en euros a las nuevas monedas nacionales. Se necesitaría un uso adecuado de los recursos oficiales, lo que incluye la recapitalización de bancos de la eurozona, para limitar los daños colaterales y el contagio.
En séptimo lugar, las razones que explican el alto desempleo y el anémico crecimiento de las economías avanzadas son estructurales, y entre ellas se encuentra el aumento de la competitividad de los mercados emergentes. La respuesta adecuada a tales cambios masivos no es el proteccionismo. En cambio, las economías avanzadas necesitan un plan de mediano plazo para restaurar la competitividad y el empleo a través de nuevas inversiones masivas en educación de alta calidad, capacitación laboral y la mejora del capital humano, infraestructura, y energías alternativas/renovables. Sólo un programa así puede proporcionar a los trabajadores de las economías avanzadas las herramientas necesarias para competir a nivel mundial.
En octavo lugar, las economías de mercado emergentes cuentan con más herramientas de políticas que las economías avanzadas, y deben flexibilizar la política monetaria y fiscal. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial pueden servir como fuentes de crédito de último recurso para los mercados emergentes en riesgo de perder acceso al mercado, condicionado a reformas políticas adecuadas. Y los países que, como China, dependen excesivamente de las exportaciones netas para el crecimiento deben acelerar las reformas, incluida una apreciación más rápida de la moneda, con el fin de impulsar la demanda y el consumo internos.
Los riesgos por delante no son solo de una leve recaída en la recesión, sino de una severa contracción que podría convertirse en una Gran Depresión II, especialmente si la crisis de la eurozona se convierte en desorden y conduce a un colapso financiero global. Las políticas erróneas durante la primera Gran Depresión generaron guerras comerciales y monetarias, impagos desordenados de la deuda, deflación, un aumento de la desigualdad del ingreso y la riqueza, pobreza, desesperación y una inestabilidad social y política que condujo a la aparición de regímenes autoritarios y la Segunda Guerra Mundial. La mejor manera de evitar el riesgo de repetir una secuencia así es adoptar hoy mismo medidas audaces y proactivas de políticas globales.
*Nouriel Roubini es presidente de Roubini Global Economicsprofesor de Economía en la Escuela Stern de Negocios de la Universidad de Nueva York y coautor de Crisis Economics (Economía de crisis).

martes, 20 de septiembre de 2011

Es hora de pensar lo impensable en Europa


2011-09-15

NUEVA YORK – Para resolver una crisis en la que lo imposible se convirtió en posible, hay que pensar lo impensable. La solución de las crisis de deuda soberana en Europa exige estar preparados para la posibilidad de que Grecia, Portugal y posiblemente Irlanda se declaren en cesación de pagos e incluso que abandonen la eurozona.

Partiendo de este supuesto, se deberían tomar medidas para prevenir una debacle financiera en toda la eurozona. La primera debe ser proteger los depósitos bancarios: si un euro depositado en un banco griego se perdiera como consecuencia del impago y el abandono de la eurozona, un euro depositado en un banco italiano valdría inmediatamente menos que otro depositado en un banco alemán u holandés, y esto provocaría una corrida sobre los bancos de los países deficitarios.
Además, en los países que entren en cesación de pagos será necesario mantener algunos bancos en funcionamiento, para evitar que se produzca un colapso económico. Paralelamente, habrá que recapitalizar el sistema bancario europeo y colocarlo bajo supervisión europea (en vez de nacional). Por último, se deberá proteger del contagio a los bonos públicos emitidos por los otros países deficitarios de la eurozona. (Los dos últimos requisitos son válidos incluso si ningún país se declara en cesación).
Todo esto costará dinero, un dinero que no se puede conseguir en el marco de los acuerdos vigentes entre los líderes de los países de la eurozona. Así que no queda otra opción que crear el componente que falta: una agencia europea de hacienda, con poder para recaudar impuestos y, por consiguiente, para emitir deuda. Esto demandará celebrar un nuevo tratado que transforme el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF) en un organismo de hacienda con todas sus atribuciones.
Pero esto no será posible sin un cambio de actitud radical, especialmente en Alemania. La opinión pública alemana aún comete el grave error de suponer que está en condición de decidir si quiere defender el euro o no defenderlo. Pero el euro ya existe, y los activos y pasivos del sistema financiero global están de tal modo interrelacionados sobre la base de la moneda común que el derrumbe de esta moneda produciría una catástrofe que ni las autoridades alemanas ni ninguna otra autoridad podrían contener. Cuanto más tiempo tarden los alemanes en darse cuenta de este hecho innegable, mayor será el precio que deberán pagar tanto ellos como el resto del mundo.
Ahora bien, ¿se podrá convencer a la opinión pública alemana? Aunque tal vez la canciller Angela Merkel no consiga persuadir de la validez de este argumento a todos los miembros de su coalición, podría contar con la oposición para crear una nueva mayoría dispuesta a respaldar las medidas necesarias para salvar al euro. Una vez resuelta la crisis del euro, Merkel ya no tendría que preocuparse tanto por la próxima elección.
Prepararse para la posibilidad de que tres pequeños países se declaren en cesación de pagos o abandonen el euro no quiere decir necesariamente que se los deje librados a su suerte. Por el contrario, si se les diera la posibilidad de una quiebra ordenada (financiada por los otros países de la eurozona y por el Fondo Monetario Internacional), Grecia y Portugal tendrían más opciones políticas a su disposición. Además, se pondría fin al círculo vicioso (que ahora amenaza a todos los países deficitarios de la eurozona) por el cual, al ver que las medidas de austeridad debilitan las perspectivas de crecimiento, los inversores comienzan a exigir tipos de interés exorbitantes, lo que a su vez obliga a los gobiernos a recortar aún más el gasto.
La salida de la eurozona ayudaría a los países que atraviesan las peores dificultades a recuperar la competitividad. Pero si prefieren quedarse, también pueden hacerlo, siempre que estén dispuestos a hacer los sacrificios necesarios: el FEEF protegería los depósitos colocados en los bancos locales, el FMI colaboraría con la recapitalización de sus sistemas bancarios y de este modo estos países tendrían un modo de escapar de la trampa en la que están metidos. Cualquiera sea la decisión que se tome, la Unión Europea no puede permitir que estas economías se hundan y arrastren consigo todo el sistema bancario internacional.
Todos los países miembros de la UE (y no solamente los de la eurozona) deben aceptar el hecho de que la salvación del euro exige la firma de un nuevo tratado. De eso no hay ninguna duda. De modo que conviene comenzar ya mismo el debate sobre el contenido de ese tratado, porque por más urgidos que estén los líderes europeos para llegar a un acuerdo, las negociaciones ciertamente irán para largo. Ahora bien, una vez que haya acuerdo sobre las cuestiones de principio, el Consejo Europeo podrá autorizar al BCE a cubrir lo que haga falta para que haya protección por adelantado contra cualquier peligro de insolvencia. 
Tener a la vista una solución para las crisis de deuda soberana de la eurozona sería una fuente de alivio para los mercados financieros. De todos modos, como sin duda las condiciones de un nuevo tratado las pondrá Alemania, es casi seguro que se produzca una importante desaceleración económica. Pero tal vez eso impulse en Alemania un cambio de actitud más profundo, lo que a su vez permitiría la adopción de políticas anticíclicas. Cuando eso ocurra, podría recuperarse el crecimiento en gran parte de la eurozona.
George Soros es presidente de Soros Fund Management

lunes, 12 de septiembre de 2011

Un desastre impecable

Paul Krugman

El jueves el presidente del Banco Central Europeo (BCE); equivalente a Ben Bernanke perdió su sangre fría. Al responder a una pregunta acerca de si el BCE había pasado a ser un “mal banco” debido a sus compras de deuda de las naciones con dificultades, el Sr. Trichet, elevando la voz, insistió en que institución había realizado su trabajo de una manera impecable. Como guardián de la estabilidad de precios.
De hecho es exactamente lo que ha hecho y por eso el euro se encuentra ahora en riesgo de colapso.
La turbulencia financiera en Europa no es ya un problema de economías pequeñas y periféricas como Grecia.  Lo que está en marcha en estos momentos es una carrera a gran escala en una gran parte de las economías más grandes de España e Italia. En este momento los países en crisis suponen en torno a un tercio del PIB del area euro, de modo que la actual moneda europea se encuentra ante un ataque que compromete su misma existencia.
Todo indica que los líderes europeos, no desean conocer tan siquiera la existencia de tal ataque, lo que les permitiría enfrentarse a él de una manera efectiva.
Me he quejado mucho de la “fiscalización” del discurso económico aquí en Norteamérica, la manera en la que un enfoque prematuro en los déficit presupuestarios alejó la atención de Washington del desastre de la destrucción de puestos de trabajo en curso. Pero no hemos sido los únicos en eso de hecho los europeos lo han hecho mucho, mucho peor aún.
Escuchando a los líderes europeos, en particular, aunque no únicamente a los alemanes, podría pensarse que la cuestión es sencillamente un problema de moralidad de la deuda y el castigo consiguiente: los Gobiernos pidieron demasiado dinero prestado y ahora deben pagar el precio mediante una austeridad fiscal y eso es todo.
Esta historia podría aplicarse, en todo caso, a Grecia pero a nadie más. España, en particular, tuvo un superávit presupuestario y una deuda reducida antes de la crisis de 2008; su registro fiscal, podríamos decir, que fue impecable. Siendo, sin embargo, fuertemente sacudida por el colapso de su burbuja inmobiliaria, todavía podemos decir que sigue siendo un país con un nivel de deuda relativamente bajo, y resulta difícil creerse que la condición fiscal subyacente del Gobierno de España se peor, por ejemplo que la del Gobierno británico.
¿Por qué es España, junto con Italia, la cual tiene una deuda más elevada pero un menor déficit se encuentran con tantos problemas? La respuesta está en que  estos países se enfrentan con algo muy parecido a una carrera bancaria, con la diferencia de que la carrera la sufren sus Gobiernos más que, o de una forma más precisa junto con, sus instituciones financieras.
Veamos cómo funciona esta carrera: los inversores, por alguna razón, temen que el país entre en suspensión de pagos al intentar devolver su deuda. Esto hace poco deseable comprar bonos de esos países, salvo que se ofrezcan con un elevado interés. El hecho de que ese país deba lanzar su deuda a unas tasas de interés tan elevadas, empeora sus perspectivas fiscales, haciendo que la suspensión de pagos sea aún más probable, de modo que la crisis de confianza pasa a ser una profecía de autocumplimiento. Con lo que los bancos desarrollan también una crisis bancaria, ya que los bancos son normalmente unos inversores importantes de deuda del Gobierno.
Ahora bien, un país con su propia moneda, como Gran Bretaña, está en condiciones de cortocircuitar este proceso: si fuera necesario, el Banco de Inglaterra puede proceder a comprar deuda del Gobierno mediante la creación de moneda. Esto podría elevar la inflación, aunque ello podría resultar dudoso en el caso de una economía deprimida, pero la inflación supone un ataque mucho más pequeño a los inversores, que una quiebra total. España e Italia, sin embargo, han adoptado el euro y no poseen ya monedas propias. Como resultado de todo ello, el ataque de una crisis de autocumplimiento es muy real, y las tasas de interés de la deuda española e italiana es más del doble que la tasa en el caso de la deuda británica.
Lo cual nos lleva de nuevo a la impecable postura del BCE.
Lo que el Sr. Trichet y sus colegas deberían hacer es comprar deuda española e italiana, es decir, haciendo lo que estos países harían por sí mismos si dispusieran de sus propias monedas. De hecho, el BCE comenzó a hacerlo hace unas pocas semanas, lo que produjo un respiro en esas naciones. Pero el BCE fue sometido inmediatamente a severas presiones de los moralistas, quienes odian la idea de permitir que los países se liberen del gancho producido por esos supuestos pecados fiscales. La percepción de estos moralistas bloqueará cualquier acción de rescate ulterior ha desatado una pánico renovado en los mercados.
Se suma al problema citado la obsesión del BCE por mantener un “impecable” registro de estabilidad de precios: cuando Europa necesita desesperadamente una fuerte recuperación, y una modesta inflación ayudaría realmente, el banco en lugar de eso, ha estado atacando a su propia moneda, para reducir la inflación riesgo que solo existe en su imaginación.
Ahora todo viene a la cabeza. No estamos hablando de una crisis de un año o dos; esto podría ser simplemente un asunto de días. Y si lo hace el mundo entero sufrirá las consecuencias.
¿Querrá el BCE hacer lo que se necesita hacer prestar libremente y recortar las tasas? O permanecerán los líderes europeos demasiado centrados en castigar a los deudores para salvarse a sí mismos? Todo el mundo los esta vigilando.
Publicado en New York Times
Traducción libre de Gregorio Gil García

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El gran robo bancario

Nassim Nicholas Taleb y Mark Spitznagel


NUEVA YORK – Para la economía norteamericana –y para muchas otras economías desarrolladas–, el elefante en la habitación es la cantidad de dinero entregado a los banqueros en los cinco últimos años. En el caso de los bancos registrados en la Comisión del Mercado de Valores de los Estados Unidos, la suma asciende a la asombrosa cifra de 2,2 billones de dólares. Si la extrapolamos al próximo decenio, la cifra se acercaría a los cinco billones de dólares, una cantidad muchísimo mayor que lo que el Gobierno del Presidente Barak Obama y sus oponentes republicanos parecen dispuestos a reducir de los próximos déficits gubernamentales.
Esos cinco billones de dólares no son dinero invertido en la construcción de carreteras, escuelas y otros proyectos a largo plazo, sino que se transfieren directamente de la economía americana a las cuentas personales de ejecutivos y  empleados de bancos. Semejantes transferencias representan para todos los demás el impuesto más artero que imaginarse pueda. Parece de lo más inicuo que los banqueros, después de haber contribuido a causar los problemas económicos y financieros actuales, sean la única clase que no está padeciendo sus consecuencias... y en muchos casos se está beneficiando, en realidad.
Los megabancos principales resultan desconcertantes en muchos sentidos. (Ya) no es un secreto que han funcionado hasta ahora como grandes y complejos planes de remuneración, que han ocultado las probabilidades de acontecimientos imprevistos que representan poco riesgo, pero tienen grandes repercusiones, y se han beneficiado del parapeto gratuito de las garantías públicas implícitas. Se ve claramente que a un apalancamiento excesivo y no a sus aptitudes es a lo que se deben sus beneficios resultantes, que después recaen desproporcionadamente en los empleados, y sus pérdidas, a veces en gran escala, que recaen sobre los accionistas y los contribuyentes.
Dicho de otro modo, los bancos corren riesgos, reciben los beneficios y después transfieren las pérdidas a los accionistas, los contribuyentes e incluso los jubilados. Para rescatar el sistema bancario, la Reserva Federal, por ejemplo, bajó los tipos de interés hasta unos niveles artificialmente bajos; como se ha sabido recientemente, también ha concedido préstamos secretos de 1,2 billones de dólares a los bancos. El efecto principal hasta ahora ha sido el de ayudar a los banqueros a conseguir primas (en lugar de atraer a prestatarios) ocultando los riesgos.
Los contribuyentes acaban pagando dichos riesgos, como también los jubilados y otros que dependen de los réditos de sus ahorros. Además, las políticas de bajos tipos de interés transfieren el riesgo de la inflación a todos los ahorradores y a las generaciones futuras. Así, pues, tal vez el mayor insulto a los contribuyentes es el de que el año pasado la remuneración de los banqueros volviera a alcanzar el nivel del período anterior a la crisis.
Naturalmente, antes de que los gobiernos los rescataran, los bancos nunca habían repartido dividendos en su historia, suponiendo que sus activos estuvieran ajustados al valor del mercado. Tampoco es de esperar que lo hagan a largo plazo, pues su modelo de negocio sigue siendo idéntico al que era antes, con modificaciones sólo cosméticas en relación con los riesgos inherentes a las transacciones.
De modo que los datos están claros, pero, como contribuyentes individuales, estamos indefensos, porque, dadas las medidas concertadas de los grupos de presión o –peor aún– de las autoridades económicas, no controlamos los resultados. Nuestras subvenciones para los directores y ejecutivos de los bancos son completamente involuntarias.
Pero la perplejidad resultante representa un elefante aún mayor. ¿Por qué un gerente de inversiones compra los valores de bancos que pagan porciones muy grandes de sus ganancias a sus empleados?
La razón no puede ser la promesa de repetir beneficios pasados, dada la insuficiencia de dichos beneficios. En realidad, filtrar los valores conforme a los beneficios habría reducido a más de la mitad las pérdidas de las inversiones en el sector financiero en los veinte últimos años, sin pérdidas de beneficios.
¿Por qué los gerentes de carteras y de fondos de pensiones abrigan la esperanza de que sus inversores les concedan impunidad? ¿Acaso no resulta evidente a los inversores que están transfiriendo voluntariamente los fondos de sus clientes a los bolsillos de los banqueros? ¿Acaso no están violando los gestores de fondos tanto las obligaciones fiduciarias como las normas morales? ¿Están desaprovechando la única oportunidad que tenemos de disciplinar a los bancos y obligarlos a competir para correr riesgos de forma responsable?
Resulta difícil de entender por qué el mecanismo del mercado no elimina esas preguntas. Un mercado que funcionara bien produciría resultados que favorecerían a los bancos que contaran con los riesgos adecuados, los planes de remuneración idóneos, el reparto de riesgos correcto y, por tanto, la gestión empresarial adecuada.
Podemos preguntarnos: si los gestores de inversiones y sus clientes no reciben beneficios elevados por sus valores bancarios, como sucedería si se beneficiaran de la externalización por parte de los banqueros del riesgo que recae en los contribuyentes, ¿por qué no se deshacen de ellos? La respuesta es la llamada “beta”: los bancos representan una gran proporción de los S&P 500 y los gestores necesitan invertir en ellos.
No creemos que la reglamentación sea una panacea para este estado de cosas. Los bancos mayores y más complejos han llegado a ser expertos en mantenerse un paso por delante de los reglamentadores creando constantemente productos financieros y derivados que eluden la letra de las normas. En esas circunstancias, una reglamentación más complicada significa simplemente más horas retribuibles para los abogados, más ingresos para los reglamentadores que cambien de bando y más beneficios para los gestores de derivados.
Los gestores de inversiones tienen la obligación profesional y moral de desempeñar su papel imponiendo cierta disciplina al sistema bancario. El primer paso debería ser el de diferenciar los bancos conforme a sus criterios de remuneración.
En el pasado los inversores se han regido por criterios éticos –al excluir, pongamos por caso, las empresas tabaqueras o las multinacionales cómplices del apartheid en Sudáfrica– y han logrado ejercer presiones en los valores subyacentes. La inversión en bancos constituye una doble violación: ética y profesional. Los inversores y todos nosotros estaríamos mucho mejor económicamente, si esos fondos afluyeran a empresas más productivas, tal vez reorientando hacia organizaciones benéficas una cantidad equivalente a la que se transferiría a las primas de los banqueros.
Nassim Nicholas Taleb es profesor de Prevención de Riesgos en la Universidad de Nueva York y autor de The Black Swan (“El cisne negro”). Mark Spitznagel es gestor de fondos de cobertura. Los autores tienen posiciones que se benefician, si los valores de los bancos se devalúan.

martes, 6 de septiembre de 2011

La distracción mortal

Paul Krugman

El viernes dejó dos datos que deberían hacer que todo el mundo en Washington esté ahora diciendo: "Dios mío, ¿qué hemos hecho?".
Uno de estos datos fue cero: el número de empleos creados en agosto. El otro es dos: la tasa de interés de los bonos a 10 años de EE UU, casi el nivel más bajo al que ha estado nunca. En conjunto, estas cifras nos dicen a gritos que los políticos se han estado preocupando por motivos equivocados y, como resultado, ha causado graves daños.
Desde que la fase aguda de la crisis financiera terminó, no ha sido el desempleo el asunto que ha ocupado el centro del debate político en Washington, sino los supuestos peligros del déficit público. Los expertos y los medios de comunicación insistían en que el mayor riesgo que afrontaba EE UU era la retirada de fondos por parte de los inversores en deuda. Por ejemplo, The Wall Street Journal publicó en mayo de 2009 que los "vigilantes de bonos se vuelven como una venganza". Avisaban así a sus lectores de que el "colosal derroche" de la Administración de Obama dispararía los tipos de interés.
Cuando se publicó ese artículo, el tipo de interés era del 3,7%. A partir del viernes, el que ya he mencionado: tan solo un 2%.
No pido que se descarten las preocupaciones sobre el panorama presupuestario de EE UU a largo plazo. Si nos fijamos en las perspectivas fiscales de, por ejemplo, los próximos 20 años, son profundamente preocupantes, sobre todo por el aumento del coste sanitario. Pero la experiencia de los últimos dos años ha confirmado de manera abrumadora lo que algunos tratamos de argumentar desde el principio: el déficit que tenemos en estos momentos -es el que debemos tener, porque los déficits en tiempos de crisis ayudan a sostener a una economía deprimida- y eso no supone una amenaza.
Y por culpa de esa obsesión por una amenaza inexistente, Washington ha hecho mucho más grande el problema real: el desempleo masivo, que corroe los cimientos de nuestra nación.
A pesar de que usted nunca se habría enterado escuchando a los fanáticos, el año pasado fue una buena prueba para la teoría de que reducir de manera drástica el gasto público crea puestos de trabajo. La obsesión por el déficit bloqueó la muy necesaria segunda ronda de estímulos fiscales. Y con este gasto evaporándose, hemos experimentado de facto la austeridad fiscal. En concreto, los Gobiernos estatales y locales han reaccionado a las pérdidas de ayudas federales cortando programas y despidiendo a muchos trabajadores, especialmente maestros de escuela.
A la vista de este sector público encogido, el sector privado no ha respondido con júbilo a estos despidos y no se ha embarcado en una fiebre por contratar.
Vale. Ya sé qué dirán los sospechosos habituales: que los temores de mayores impuestos y más regulaciones echan atrás a los empresarios. Pero esto es solo una fantasía de la derecha. Varias encuestas han mostrado que la falta de demanda -que se ve agravada por los recortes del Gobierno- es el problema real al que se enfrentan los empresarios, muy por encima de la regulación y los impuestos.
Por ejemplo, cuando los periódicos del grupo McClatchy sondearon hace poco a unos cuantos dueños de pequeños negocios para averiguar qué factores les perjudicaban, ni uno solo respondió sobre la regulación en su sector, y unos pocos se quejaron sobre los impuestos. ¿Y he mencionado que los beneficios después de impuestos sobre la renta nacional están en niveles récord?
Así que los déficits a corto plazo no son el problema, sino la falta de demanda. Y los recortes de gastos están empeorando mucho las cosas. ¿No habrá llegado ya el momento de cambiar de rumbo?
Esto me recuerda el discurso sobre economía que tiene que pronunciar el presidente Barack Obama.
Me parece útil reflexionar sobre tres preguntas: ¿qué debemos hacer para crear puestos de trabajo? ¿En qué van a estar de acuerdo los republicanos que se sientan en el Congreso? Y teniendo en cuenta esta realidad política, ¿qué debería proponer el presidente?
La respuesta a la primera pregunta es que el Gobierno federal tiene que gastar mucho dinero para generar empleo. Y emplear ese gasto sobre todo en la muy necesaria tarea de mejorar y modernizar las infraestructuras del país. ¡Ah! Y necesitamos prestar más ayuda a los Gobiernos estatales y locales para que puedan dejar de despedir a maestros de escuela.
Pero, ¿en qué van a estar de acuerdo los republicanos? Eso es fácil de responder: en nada. Se opondrán a cualquier cosa que proponga Obama, incluso aunque eso pudiera servir claramente de ayuda a la economía. O quizás debería decir: especialmente si eso fuera a ayudar a la economía, ya que el desempleo les beneficia a ellos políticamente.
Esta realidad, hace que la tercera pregunta -sobre lo que debe proponer el presidente- sea difícil de responder, ya que nada de lo que diga va a poder ponerlo en marcha a corto plazo. Así que personalmente estoy dispuesto a conceder a Obama un gran margen de confianza en los detalles de su propuesta, siempre y cuando esta sea contundente y logre grandes titulares. Sobre todo porque lo que tiene que hacer ahora es cambiar de conversación y hacer que Washington vuelva a hablar sobre empleos y sobre qué puede hacer el Gobierno para crearlos.
Por el bien de la nación, y especialmente por los millones de estadounidenses desempleados que ven pocas posibilidades de encontrar otro trabajo, espero que lo logre.
© New York Times Service 2011

domingo, 4 de septiembre de 2011

Se constitucionaliza el Estado liberal


Juan Francisco Martín Seco
El candidato socialista a presidente de Gobierno en las próximas elecciones generales se ha preguntado en clave retórica que desde cuándo es de izquierdas el endeudamiento. Rememora a Alfonso Guerra que, para justificar la política de ajuste duro que estaba aplicando su partido, lanzó aquello de que la inflación es de derechas. La inflación no es de derechas ni de izquierdas pero lo que sí tiene mucho que ver con la ideología conservadora es sacrificar el crecimiento y el empleo a la estabilidad de precios, tal como hace el BCE, y lo que, desde luego, sí es de derechas es pretender controlar la inflación a base de que los salarios pierdan poder adquisitivo, tal como entonces proponían los gobiernos de Felipe González y como ahora quiere Merkel.
El endeudamiento no es de izquierdas, pero lo que sí está relacionado con la ideología es la concepción que se defienda del Estado. Los conservadores y liberales de todos los tiempos han anatematizado el déficit público, lo que es coherente con su ideal de Estado decimonónico, ese Estado del laissez-fair, laissez-passer, Estado policía, cuyas funciones son muy reducidas y que tiene vedado intervenir en la economía. Pero cosa muy distinta es el Estado social que surge del convencimiento de que el mercado no es un sistema perfecto y precisa de la actuación del Estado, primero, para regularlo; segundo, para actuar como contrapeso del poder económico, y, tercero, para corregir los desequilibrios y desigualdades que el propio mercado crea.
En esta concepción del Estado, como social, al sector público se le debe permitir al menos lo que se concede al resto de los agentes económicos. Podemos imaginarnos el caos económico que ocurriría si se prohibiese a las empresas endeudarse. Para invertir precisan de créditos, y de esas inversiones dependen los ingresos futuros. El Estado también invierte, no solo en infraestructuras, sino en educación, en sanidad, en investigación, en justicia, etc., y todos estos gastos son esenciales para el crecimiento económico del país, y como consecuencia de los propios ingresos del Estado. El sector público es el primer socio y más importante de la economía nacional y participa en la buena o mala marcha de esta mediante los impuestos. Sus inversiones de hoy, al igual, que en las empresas privadas, son la garantía de sus futuros ingresos.
El keynesianismo ha ido más allá y ha planteado la necesidad de que el Estado asuma una función anticíclica. En épocas de crisis, cuando la iniciativa privada decae, tanto la política monetaria como la política fiscal deben ser expansivas para evitar la recesión económica o para lograr salir de ella lo antes posible. De ahí que seamos muchos los que hoy critiquemos la política que Merkel está imponiendo y otros gobiernos secundando en Europa, bastante distinta de la seguida en EE UU, a pesar de la presión de los republicanos. El fantasma de los años treinta del siglo pasado revolotea. Parece que no hemos aprendido nada.
Nadie pretende la defensa indiscriminada del déficit público ni calificar de beneficioso cualquier endeudamiento sin que importe el montante al que ascienda. Pero ello se aplica tanto si se trata de Administraciones públicas como de empresas o de familias, y conviene recordar que el problema de España proviene mucho más del endeudamiento privado que del público. El nivel de deuda que cada agente puede soportar obedecerá a muchas variables y no resulta factible reconducirlo a cifras mágicas e inamovibles. Concretamente, cuando se trata del sector público, dependerá del nivel de deuda acumulada, de la fase del ciclo económico, del grado de equipamiento en infraestructuras y en bienes y servicios públicos con que cuenta el país, del destino que se va a dar a los recursos obtenidos con el endeudamiento, etc.
No todos los Estados son iguales ni parten del mismo stock de deuda ni tienen el mismo nivel de infraestructuras y de bienes y servicios públicos. El nivel del endeudamiento público de España es relativamente reducido en comparación con el de otros países. Nuestro problema no es de déficit sino de crecimiento y, sobre todo, de pertenencia a una Unión Monetaria perniquebrada y carecer de un banco central que le respalde. El BCE solo interviene al dictado de Merkel, de forma imperfecta y violentando la soberanía nacional.
Limitar el déficit y el endeudamiento en la Constitución no es un acto neutral desde el punto de vista ideológico. Tiene una enorme carga política. Ha representado siempre una aspiración de la parte más nostálgica de la derecha que desea expulsar al Estado de la economía. Esta reforma significa desalojar de la Constitución el Estado socialpara entronizar el Estado liberal del siglo XIX. Es comprensible que aquellos militantes del PSOE que les quede algo, aunque sea poco, de socialdemócratas se inquieten y se sientan desasosegados, pero esta desazón deberían haberla experimentado cuando dieron su apoyo al Tratado de Maastricht. Esto es tan solo una consecuencia de aquello, como otras muchas que han venido y otras muchas que vendrán.