martes, 31 de enero de 2012

El desastre de la austeridad

Paul Krugman
La semana pasada, el Instituto Nacional de Investigación Económica y Social, una fundación británica, publicó un gráfico alarmante que comparaba la depresión actual con recesiones y recuperaciones anteriores. Resulta que según un indicador importante -los cambios en el Producto Interior Bruto (PIB) desde que empezó la recesión- a Reino Unido le está yendo peor esta vez de lo que le fue durante la Gran Depresión. Tras cuatro años de depresión, el PIB británico había vuelto a alcanzar su máximo anterior; cuatro años después de que empezara la Gran Recesión, Reino Unido no está ni mucho menos cerca de recuperar el terreno perdido.

Reino Unido tampoco es la única. A Italia también le está yendo peor que durante la década de 1930, y con España dirigiéndose claramente hacia una doble recesión, tenemos a tres de las cinco grandes economías europeas como miembros del club de los "peores que". Sí, existen algunas salvedades y complicaciones, pero esto constituye, no obstante, un asombroso fracaso de la política.
Y es un fracaso, concretamente, de la doctrina de austeridad que ha predominado en el debate político de las élites tanto en Europa como, en gran medida, en Estados Unidos durante los dos últimos años.
Y bien, en cuanto a esas salvedades: por una parte, el paro en Reino Unido era mucho más elevado en la década de 1930 de lo que lo es ahora, porque la economía británica estaba deprimida -principalmente por culpa de un regreso desacertado al patrón oro- incluso antes de que estallara la depresión. Y por otra parte, Reino Unido sufrió una depresión muy llevadera en comparación con la de Estados Unidos.
Incluso así, superar el historial de la década de 1930 no debería ser un reto difícil. ¿Acaso no hemos aprendido muchas cosas sobra la gestión económica a lo largo de los 80 últimos años? Sí, así ha sido, pero en Reino Unido y en otros lugares, la élite política decidió tirar por la ventana los conocimientos obtenidos a duras penas y confiar en cambio en ilusiones que le convinieran desde un punto de vista ideológico.
Se creía que Reino Unido, en concreto, era un modelo de "austeridad expansionista", la idea de que, en vez de aumentar el gasto del Gobierno para luchar contra las recesiones, hay que recortarlo, y que esto induciría un crecimiento económico más rápido. "Los que sostienen que ocuparse de nuestro déficit y fomentar el crecimiento son de alguna manera alternativas se equivocan", declaraba David Cameron, el primer ministro británico. "No puedes aplazar lo primero para impulsar lo segundo".
¿Cómo podía prosperar la economía cuando el desempleo ya era elevado y las políticas del Gobierno estaban reduciendo directamente el empleo más todavía? ¡La confianza! "Creo firmemente", manifestaba Jean-Claude Trichet -que por aquel entonces era el presidente del Banco Central Europeo y un firme partidario de la doctrina de la austeridad expansionista- "que, en la coyuntura actual, las políticas que impulsen la confianza acelerarán la recuperación económica en vez de obstaculizarla, porque la confianza es el factor clave hoy en día".
Semejantes invocaciones al hada de la confianza nunca fueron plausibles; los investigadores del Fondo Monetario Internacional y de otras instituciones desacreditaron rápidamente la supuesta prueba de que los recortes en el gasto crean empleo. Sin embargo, la gente influyente a ambos lados del Atlántico colmó de elogios a los profetas de la austeridad, y a Cameron en especial, porque la doctrina de la austeridad expansionista encajaba con sus programas ideológicos.
Por tanto, en octubre de 2010, David Broder, quien prácticamente encarnaba la opinión común, alabó a Cameron por su audacia, y en concreto por "no hacer caso de las advertencias de los economistas de que una medicina repentina y fuerte podría frenar en seco la recuperación económica y volver a sumir al país en la recesión". Más tarde, instó al presidente Barack Obama a "hacer una cameronada" y llevar a cabo "una reducción drástica del Estado de bienestar ya mismo".
Sin embargo, por extraño que parezca, esas advertencias de los economistas resultaron ser totalmente acertadas. Y tenemos bastante suerte de que Obama no hiciera, de hecho, una cameronada.
Lo que no quiere decir que todo vaya bien en la política estadounidense. Es cierto que el Gobierno ha evitado una austeridad total, pero los gobiernos estatales y locales, que deben tener unos presupuestos más o menos equilibrados, han recortado el gasto y el empleo a medida que se acababa la ayuda federal, y eso ha sido un lastre importante para el conjunto de la economía. Sin esos recortes del gasto, ya podríamos haber estado en la senda del crecimiento autosostenible; tal y como están las cosas, la recuperación pende de un hilo.
Y puede que el continente europeo, donde las políticas de austeridad están teniendo el mismo efecto que en Reino Unido y donde muchos indicios apuntan a una recesión este año, nos lleve por mal camino.
Lo más exasperante de esta tragedia es que era totalmente innecesaria. Hace un siglo, cualquier economista -o, de hecho, cualquier estudiante universitario que hubiese leído el libro de texto Economía, de Paul Samuelson- les podría haber dicho que la austeridad frente a una depresión era una idea muy mala. Pero los que elaboran las políticas, los expertos y, siento decirlo, muchos economistas decidieron, en gran parte por razones políticas, olvidar lo que solían saber. Y millones de trabajadores están pagando el precio de su amnesia deliberada.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008. © 2012 New York Times News Service. Traducción de News Clips

lunes, 30 de enero de 2012

¿Fomenta la austeridad el desarrollo económico?


Robert J. Schiller


NEW HAVEN – En su clásica Fábula de las abejas o A vicios privados beneficios públicos (1724), Bernard Mandeville, el filósofo y satírico británico de origen holandés, describió –en verso– una sociedad próspera (de abejas) que de repente optó por hacer de la austeridad una virtud y abandonó todo el exceso de gasto y el consumo derrochador. Entonces, ¿qué ocurrió?
                                   ¡La propiedad despreciada,
                                   abandonadas las glebas,
                                   la maravilla cual Tebas
                                   con música edificada!
                                   La más suntuosa morada,
                                   lujo de sus moradores,
                                   con carteles delatores
                                   se ofrece al mejor postor.
                                   Sobran artista y pintor,
                                   poderosos y constructores.
                                   Los escasos habitantes,
                                   devotos de la templanza,
                                   hoy luchan por la pitanza,
                                   si por el dispendio antes (…)
                                                (Traducción de Alfonso Reyes)
Se parece mucho a la situación en la que se han encontrado muchos países avanzados, después de que se lanzaran planes de austeridad provocados por la crisis, ¿verdad? ¿Será Mandeville un profeta válido para nuestros tiempos?
La Fábula de las abejas tuvo muchos lectores y suscitó grandes polémicas, que han continuado hasta hoy. Los planes de austeridad adoptados por los gobiernos en gran parte de Europa y en otras partes del mundo y la reducción del gasto en consumo también por los particulares amenazan con producir una recesión mundial.
Pero, ¿cómo podemos saber si Mandeville está en lo cierto en relación con la austeridad? Su método de investigación –un largo poema sobre su teoría– no resulta convincente precisamente para nuestros oídos modernos.
El economista de Harvard Alberto Asesina ha resumido recientemente la documentación sobre si la reducción de los déficits estatales –es decir, los recortes de gastos o los aumentos de los impuestos o las dos cosas– siempre provoca semejantes efectos negativos: “La respuesta a esa pregunta es un rotundo ‘no’ ”. A veces, incluso con frecuencia,  las economías prosperan en gran medida después de que se reduzca profundamente el déficit del Estado. A veces –tan sólo tal vez–, el programa de austeridad aumenta la confianza de tal modo, que desencadena una recuperación.
Debemos examinar este asunto con detenimiento, teniendo en cuenta que la cuestión planteada por Mandeville es, en realidad, estadística: el resultado de la reducción del déficit estatal nunca es del todo previsible, por lo que sólo podemos preguntarnos qué probabilidad hay de que semejante plan logre restablecer la prosperidad económica, y el problema mayor al respecto es el de explicar la posible causalidad inversa.
Por ejemplo, si las pruebas de una futura fortaleza económica hacen preocuparse a un gobierno por el recalentamiento económico y la inflación, podría intentar enfriar la demanda interna aumentando los impuestos y reduciendo el gasto estatal. Si sólo logra evitar en parte el recalentamiento económico, podría parecer a los observadores casuales que la austeridad ha fortalecido, en realidad, la economía.
Asimismo, el déficit estatal podría disminuir no por la austeridad, sino porque la anticipación por parte del mercado de valores del crecimiento económico propicie unos mayores ingresos por el impuesto sobre las plusvalías. Una vez más, parecería, al examinar el déficit estatal, que se trataba de un caso de prosperidad propiciada por la austeridad.
Jaime Guajardo, Daniel Leigh y Andrea Pescatori, del Fondo Monetario Internacional, han estudiado recientemente planes de austeridad aplicados por gobiernos de diecisiete países en los treinta últimos años, pero su planteamiento difirió del de investigadores anteriores. Se centraron en el propósito del gobierno y examinaron lo que los funcionarios habían dicho en realidad, no simplemente la tónica de la deuda pública. Leyeron los discursos sobre el presupuesto, examinaron los programas de estabilidad e incluso estudiaron las entrevistas hechas a figuras gubernamentales en los noticieros televisivos. Consideraron planes de austeridad sólo aquellos casos en que los gobiernos aplicaron subidas de impuestos o recortes de gastos porque les pareció que ésa era una política que podía rendir beneficios a largo plazo y no como reacción a las perspectivas económicas a corto plazo y porque pretendieran reducir el riesgo de recalentamiento.
Con su análisis descubrieron una clara tendencia por parte de los programas de austeridad a reducir el gasto en consumo y debilitar la economía. Esa conclusión, de ser válida, constituye una severa advertencia a las autoridades actuales.
Pero los críticos, como, por ejemplo, Valerie Ramey, de la Universidad de California en San Diego, creen que Guajardo, Leigh y Pescatori no han demostrado exhaustivamente su tesis. Según Ramey, es posible que sus resultados reflejaran una clase diferente de causalidad inversa, si los gobiernos tienen más tendencia a reaccionar ante niveles elevados de deuda pública con programas de austeridad cuando tienen razones para creer que las condiciones económicas podrían hacer que la carga de la deuda resultara particularmente preocupante.
Puede que eso no parezca probable: lo lógico sería que unas perspectivas económicas malas inclinaran a los gobiernos a aplazar –en lugar de acelerar– las medidas de austeridad y, en respuesta a sus observaciones, los autores sí que intentaron tener en cuenta la gravedad del problema de la deuda estatal tal como la interpretaban los mercados en el momento en que se ejecutaron los planes y obtuvieron resultados muy similares. Ahora bien, Ramey podría estar en lo cierto. En ese caso, nos parecería que a los recortes de gastos estatales o a los aumentos de impuestos suelen seguir malos tiempos económicos, aun cuando la causalidad sea la inversa.
En última instancia, el problema que plantea la evaluación de los programas de austeridad es el de que los economistas no pueden hacer experimentos enteramente controlados. Cuando los investigadores ensayaron el Prozac en pacientes deprimidos, dividieron sus sujetos al azar en grupos de control y experimentales e hicieron muchos ensayos. Eso es algo que no podemos hacer con la deuda nacional.
Así, pues, ¿hemos de concluir que el análisis histórico no nos brinda enseñanzas útiles? ¿Debemos volver al razonamiento abstracto de Mandeville y algunos de sus sucesores, incluido John Maynard Keynes, quien pensaba que había razones para esperar que la austeridad produjera depresiones?
No hay una teoría abstracta que pueda predecir cómo reaccionarán las personas ante un programa de austeridad. No tenemos otra opción que la de examinar la documentación histórica y la estudiada por Guajardo y sus coautores sí que revela que a las decisiones gubernamentales deliberadas de adoptar programas de austeridad han solido seguir épocas duras.
Las autoridades no pueden permitirse el lujo de esperar durante decenios a que los economistas conciban una respuesta definitiva, que podría no encontrarse nunca, pero, a juzgar por la documentación de que disponemos, parece probable que los programas de austeridad en Europa y en otras partes den resultados decepcionantes.
Robert Shiller, profesor de Economía en la Universidad de Yale, es coautor, junto con George Akerlof, de  Animal Spirits: How Human Psychology Drives the Economy and Why It Matters for Global Capitalism (“Instinto animal. La psicología humana como impulsora de la economía y su importancia para el capitalismo mundial”).

miércoles, 25 de enero de 2012

Cómo crear una depresión

Martin Feldstein



CAMBRIDGE.– Es posible que los líderes políticos europeos estén a punto de acordar un plan fiscal que, de implementarse, podría empujar a Europa hacia una seria depresión. Para entender el por qué, es útil comparar cómo respondieron los países europeos a las caídas en la demanda antes y después de adoptar el euro.
Veamos como Francia, por ejemplo, hubiese respondido en la década de 1990 a una reducción sustancial en la demanda de sus exportaciones. Sin una respuesta gubernamental, la producción y el empleo hubiesen caído. Para evitar esto, la Banque de France hubiera reducido las tasas de interés. Además, la caída en los ingresos hubiese automáticamente disminuido la recaudación fiscal y aumentado diversos pagos de transferencias. El gobierno podría haber complementado estos «estabilizadores automáticos» con nuevos gastos o una disminución de los impuestos, aumentando aún más su déficit fiscal.
Además, la caída en la demanda de las exportaciones hubiera causado automáticamente una disminución del valor relativo del franco respecto de otras monedas, potenciada por las menores tasas de interés. Esta combinación de cambios monetarios, fiscales y del tipo de cambio hubieran estimulado la producción y el empleo, evitando un aumento significativo del desempleo.
Pero cuando Francia adoptó el euro, dos de esos canales de respuesta se cerraron. El franco ya no podía bajar respecto de otras monedas de la zona del euro. La tasa de interés en Francia –y en todos los demás países de la zona del euro– ahora está determinada por el Banco Central Europeo, según las condiciones de demanda para la unión monetaria en su conjunto. Por lo tanto, la única política anticíclica disponible para Francia es fiscal: disminuir la recaudación tributaria y aumentar el gasto.
Si bien esa respuesta implica un mayor déficit presupuestario, los estabilizadores fiscales automáticos son especialmente importantes ahora que los países de la eurozona no pueden usar políticas económicas para estabilizar la demanda. Su carencia de instrumentos monetarios, junto con la ausencia de ajustes en el tipo de cambio, puede también justificar algunos recortes impositivos y aumentos en el gasto cíclicos discrecionales.
Desafortunadamente, varios países de la eurozona permitieron que los déficits fiscales crecieran durante épocas de bonanza, no solo cuando la demanda era débil. En otras palabras, la deuda nacional de esos países creció debido a déficits presupuestarios «estructurales» además de los «cíclicos».
Los déficits presupuestarios estructurales se hicieron más fáciles durante la última década por la sorprendente falta de respuesta de las tasas de interés en la zona del euro a las diferencias nacionales en política fiscal y niveles de deuda. Debido a que los mercados financieros no reconocieron diferencias en los riesgos entre los países de la zona del euro, las tasas de interés sobre los bonos soberanos no reflejaron los excesos de endeudamiento. La moneda única también implicó que la tasa de cambio no podía indicar diferencias en el despilfarro fiscal.
La confesión griega en 2010 de su significativa subdeclaración del déficit fiscal fue una llamada de alerta para los mercados financieros, que causó que las tasas de interés sobre la deuda soberana aumentaran sustancialmente en varios países de la eurozona.
La cumbre de la Unión Europea en Bruselas a principios de diciembre buscó evitar esa acumulación de deuda en el futuro. Los jefes de gobierno de los países miembro acordaron en principio limitar los déficits fiscales futuros a través de cambios constitucionales en sus países que garanticen presupuestos equilibrados. Específicamente, acordaron poner un tope del 0,5% del PBI a los déficits presupuestarios anuales «estructurales», e imponer sanciones a los países cuyo déficit fiscal total excediese el 3% del PBI –un límite que incluiría tanto los déficits estructurales como los cíclicos, limitando así, de hecho, los déficits cíclicos al 3% del PBI.
Los negociadores están ahora ocupándose de los detalles para otra reunión de los líderes gubernamentales de la UE a fines de enero, que debería producir las referencias y reglas específicas para la adopción por parte de los estados miembro. Una parte importante del acuerdo sobre el déficit de diciembre es que los países miembro pueden tener déficits cíclicos por encima del 0,5% del PBI –una herramienta importante para contrarrestar las disminuciones en la demanda. Y no queda claro si las sanciones por los déficits totales que excedan el 3% del PBI serían lo suficientemente dolorosas como para que los países sacrifiquen mayores estímulos fiscales anticíclicos.
El desarrollo reciente más alarmante es una queja formal del Banco Central Europeo sobre la insuficiente dureza de las reglas propuestas. Jorg Asmussen, un miembro clave del Comité ejecutivo del BCE, escribió a los negociadores que los países solo deben poder superar el límite para los déficits del 0,5% del PBI en casos de «catástrofes naturales y graves situaciones de emergencia» fuera del control de los gobiernos.
Si esta formulación fuese adoptada, eliminaría los ajustes fiscales cíclicos automáticos, algo que podría fácilmente desembocar en una espiral descendente de la demanda, y en una grave depresión. Si, por ejemplo, la situación en el resto del mundo causara una disminución de la demanda para las exportaciones de Francia, la producción y el empleo franceses caerían. Esto reduciría la recaudación fiscal y aumentaría los pagos de transferencia, impulsando fácilmente el déficit fiscal por encima del 0,5% del PBI.
Si Francia debiera eliminar ese déficit cíclico, tendría que aumentar los impuestos y recortar el gasto. Esto reduciría la demanda aún más, causando una mayor caída en la recaudación y un mayor aumento de las transferencias –y, por lo tanto, un mayor déficit fiscal y la necesidad de un mayor ajuste fiscal. No queda claro qué interrumpiría esta espiral descendente de ajuste fiscal y caída en la actividad.
Si fuese implementada, esta propuesta podría producir tasas de desempleo muy elevadas y ningún camino hacia la recuperación –en resumidas cuentas, una depresión. En la práctica, la política podría ser infringida, así como el antiguo Pacto de Estabilidad y Crecimiento fue abandonado cuando Francia y Alemania desafiaron sus reglas y no fueron sancionadas.
Sería mucho más inteligente enfocarse en la diferencia entre los déficits cíclicos y estructurales, y permitir déficits que resulten de estabilizadores automáticos. El BCE debiera ser el árbitro de esa distinción, publicando estimaciones de los déficits cíclicos y estructurales. Ese análisis también debería reconocer la diferencia entre los déficits reales (ajustado por inflación) y los aumentos nominales en los déficits que resultarían si una mayor inflación causara aumentos en el costo del endeudamiento soberano.
Tanto Italia como España y Francia tienen déficits que superan el 3% de sus PBI. Pero estos no son déficits estructurales, y los mercados financieros estarían mejor informados y más tranquilos si el BCE indicara el tamaño de los déficits estructurales reales y mostrarse que actualmente están disminuyendo. Para los inversores, esa es la característica esencial de la solvencia fiscal.
Martin Feldstein, profesor de Economía en Harvard, fue presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Ronald Reagan, y presidente de la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas.

lunes, 16 de enero de 2012

Los peligros de 2012

Joseph E. Stiglitz

CALCUTA.– El año 2011 será recordado como la época en que muchos estadounidenses que siempre habían sido optimistas comenzaron a renunciar a la esperanza. El presidente John F. Kennedy dijo una vez que la marea alta eleva todos los botes. Pero ahora, con la marea baja, los estadounidenses no solo comienzan a ver que quienes tienen mástiles más altos han sido elevados mucho más, sino que muchos de los botes más pequeños han sido destrozados por el agua.

En ese breve momento en que la marea creciente estaba, efectivamente, subiendo, millones de personas creyeron que tenían buenas probabilidades de cumplir su «sueño americano». Ahora también esos sueños están retirándose. En 2011, los ahorros de quienes habían perdido sus empleos en 2008 o 2009 ya se habían gastado. El seguro de desempleo se había terminado. Los titulares que anunciaban nuevas contrataciones –aún insuficientes para incorporar a quienes habitualmente se suman a la fuerza laboral– significaban poco para cincuentones con pocas ilusiones de volver a tener un empleo.

De hecho, las personas de mediana edad que pensaron que estarían desempleadas por unos pocos meses, se han dado cuenta a esta altura de que, en realidad, fueron jubiladas a la fuerza. Los jóvenes graduados universitarios con decenas de miles de dólares de deuda en créditos educativos no podían encontrar ningún empleo. La gente se mudó a las casas de sus amigos y los parientes se han convertido en sin techo. Las casas compradas durante la burbuja inmobiliaria aún están en el mercado, o han sido vendidas con pérdidas. Más de 7 millones de familias estadounidenses han perdido sus hogares.

El oscuro punto vulnerable de la burbuja financiera de las décadas anteriores también ha quedado completamente expuesto en Europa. Los titubeos por Grecia y la devoción de los gobiernos nacionales clave por la austeridad comenzaron a implicar una pesada carga el año pasado. Italia se contagió. El desempleo español, que se había mantenido cerca del 20% desde el comienzo de la recesión, trepó aún más. Lo impensable –el fin del euro– comenzó a verse como una posibilidad real.

Este año parece encaminado a ser aún peor. Es posible, por supuesto, que Estados Unidos solucione sus problemas políticos y adopte finalmente las medidas de estímulo que necesita para reducir el desempleo al seis o siete por ciento (el nivel previo a la crisis de cuatro o cinco por ciento es demasiado pedir). Pero esto es tan poco probable como que Europa se dé cuenta de que la austeridad por sí misma no resolverá sus problemas. Por el contrario, la austeridad solo exacerbará la desaceleración económica. Sin crecimiento, la crisis de la deuda –y la crisis del euro– solo empeorarán. Y la larga crisis que comenzó con el colapso de la burbuja inmobiliaria en 2007 y la recesión que la siguió, continuará.

Además, es posible que los países con los mercados emergentes más importantes, que capearon exitosamente las tormentas de 2008 y 2009, no sobrelleven tan bien los problemas que se perciben en el horizonte. El crecimiento brasileño ya se ha detenido y eso genera ansiedad entre sus vecinos latinoamericanos.

Mientras tanto, los problemas de largo plazo –incluido el cambio climático y otras amenazas ambientales, y la creciente desigualdad en la mayoría de los países del mundo– continúan allí. Algunos incluso han empeorado. Por ejemplo, el alto desempleo ha deprimido los salarios y aumentado la pobreza.

La buena noticia es que solucionar estos problemas de largo plazo ayudaría a resolver los de corto plazo. Una mayor inversión para adaptar la economía al calentamiento global ayudaría estimular la actividad económica, el crecimiento y la creación de empleo. Impuestos más progresivos, que redistribuyan desde los ingresos altos hacia los medios y bajos, simultáneamente reducirían la desigualdad y aumentarían el empleo al impulsar la demanda total. Los impuestos más elevados a los ricos podrían generar ingresos para financiar la necesaria inversión pública, y proporcionar cierta protección social para quienes menos tienen, incluidos los desempleados.

Incluso sin ampliar el déficit fiscal, esos aumentos de «presupuesto equilibrado» en los impuestos y el gasto reducirían el desempleo y aumentarían el producto. Lo que preocupa, sin embargo, es que la política y la ideología en ambos lados del Atlántico, pero especialmente en EE. UU., no permitirá que nada de esto ocurra. La fijación en el déficit inducirá recortes en el gasto social, empeorando la desigualdad. De igual manera, la persistente atracción hacia la economía de oferta, a pesar de toda la evidencia su contra (especialmente en períodos de alto desempleo), evitará que se aumenten los impuestos a quienes más tienen.

Incluso antes de la crisis hubo un reordenamiento del poder económico –de hecho, una corrección de una anomalía con 200 años de historia, en la que la participación asiática del PBI global cayó desde cerca del 50% a, en cierto punto, menos del 10%. El compromiso pragmático con el crecimiento que se percibe actualmente en Asia y otros mercados emergentes destaca frente a las equivocadas políticas occidentales, que, impulsadas por una combinación de ideología e intereses creados, parecen casi reflejar un compromiso para evitar el crecimiento.

Como resultado, la reestructuración económica global probablemente se acelere. Y casi inevitablemente dará lugar a tensiones políticas. Con todos los problemas que enfrenta la economía global, seremos afortunados si estas presiones no comienzan a manifestarse dentro de los próximos doce meses.

Joseph E. Stiglitz es catedrático en la Universidad de Columbia, premio Nobel de Economía, y autor de Freefall: Free Markets and the Sinking of the Global Economy [Caída libre: el libre mercado y el hundimiento de la economía mundial].

Copyright: Project Syndicate, 2012.
Traducido al español por Leopoldo Gurman

sábado, 14 de enero de 2012

Emergencia y decadencia de las clases medias

JOSEP BORRELL
Empieza un nuevo año con un nuevo Gobierno en España, el partido socialista a la búsqueda de un nuevo liderazgo y con el proceso de integración europea debilitado por la crisis.
El futuro es más incierto hoy que cuando la quiebra de Lehman Brothers. Las políticas empleadas para afrontar la crisis han agravado el problema creando una recesión europea que puede afectar a la economía mundial.
Ciertamente, el año que se fue habrá sido un año de rupturas con el pasado y lleno de acontecimientos que marcarán el futuro. Merece la pena pasarlos en revista panorámica.
El ciclo histórico que se abrió con los atentados del 11 de septiembre del 2001 se ha cerrado 10 años después con la muerte de Bin Laden y las revoluciones del mundo árabe-mediterráneo. La catástrofe de Fukushima ha detenido el relanzamiento esperado de la energía nuclear y debilitado el modelo industrial japonés. El reciente informe sobre el coste de garantizar la seguridad en las centrales nucleares francesas ha puesto más de manifiesto los problemas de esta fuente de energía a la que Alemania ya ha renunciado. En China y en muchos otros países emergentes, como Indonesia, los movimientos sociales reclaman un reparto de los frutos del crecimiento más favorable a los trabajadores y mayores derechos políticos. Hasta en Rusia la sociedad civil emergente no se satisface ya de prosperidad material y cuestiona el sistema autocrático de Putin.
El movimiento de los “indignados”, nacido en España se ha extendido por Europa, Israel y EE.UU. donde los jóvenes que ocupan Wall Street aparecen como la antítesis del Tea Party. En los países desarrollados el incremento del paro y la caída de las rentas y de los patrimonios alimentan el temor al futuro y un sentimiento de“desclasamiento” y de pérdida de referencias sociológicas, que está tanto en la raíz de los que ocupan Wall Street como los radical-conservadores del partido republicano.
En el mundo árabe musulmán, la revuelta de la juventud que reclama dignidad y trabajo frente a sus dictadores corruptos, no se ha traducido en una dinámica política que conduzca a sistemas democráticos –laicos a la occidental. Los resultados de las elecciones tunecinas y egipcias, y las grandes incógnitas que pesan sobre Libia, muestran que tras la primavera de la libertad pueden caer en el otoño del fundamentalismo religioso.
Todos esos movimientos sociales, desde Madrid a Nueva York, pasando por Pekín, Moscú y El Cairo, tienen pocos puntos en común. Nada parecido al hundimiento del imperio soviético en el otoño europeo de 1989 cuando los nuevos paradigmas unánimemente aceptados de democracia y economía de mercado hicieron vaticinar, erróneamente, el fin de la Historia.
Si acaso, el común denominador de lo que está ocurriendo en el mundo sería la emergencia de una clase media en los países en desarrollo y la decadencia de la clase media en los países desarrollados. La nueva clase media joven, educada, abierta al mundo, conectada a Internet, con un nivel de renta que le libera de la necesitad y la sumisión, no soporta los regímenes autoritarios y corruptos. El llamado consenso de Pekín proclamaba la superioridad de la combinación de una economía de mercado dura y desregulada y un sistema político autoritario, igualmente duro, como la mejor fórmula para el desarrollo. Pero ha caído víctima de su propio éxito y de la fuerza de las redes sociales como factor de emancipación e instrumento de comunicación social. Las nuevas clases medias del mundo emergente han encontrado en las tecnologías de la comunicación una capacidad de socialización de la política mucho mayor que la que les queda a los partidos políticos tradicionales en nuestras viejas democracias, herederos de la sociedad semianalfabeta y del papel impreso.
Pero esas nuevas fuerzas sociales que rechazan la combinación de dictadura política, estabilidad social y desarrollo económico, no se sienten muy atraídos por el modelo político Occidental. Lo ven como viejo, endeudado, en recesión económica y en pérdida de competitividad y capacidad de innovación. Más allá de las aulas que frecuento en el Instituto de Florencia, basta darse una vuelta por el sudeste asiático para constatar con cuanta sorpresa, por no decir conmiseración, contemplan la absurda pretensión de Sarkozy y sus colegas del Consejo Europeo de que nos saquen las castañas del fuego, comprando con sus ahorros duramente ganados la Deuda pública europea de la que los europeos no nos fiamos.
Nuestro mundo occidental, incluyendo Japón, es el heredero de la revolución industrial y del Estado del bienestar forjado en la posguerra, cuando todavía dominábamos el mundo militar y tecnológicamente. Pero ahora las viejas clases medias de occidente que forjaron el compromiso cristiano demócrata-socialdemócrata de la posguerra, están desestabilizadas por la crisis y tentadas por el aislamiento y el populismo .Por eso se cuestionan en Europa los resultados de 60 años de integración comunitaria y su inevitable consecuencia de apertura y pérdida de soberanía. Y en EE.UU. se vive una fractura social, una voluntad de repliegue después de 10 años de guerras imperiales y un cuestionamiento de las instituciones que no tiene precedentes desde la guerra de Secesión. El consenso progresista que forjó Obama para llegar a la presidencia se debilita y sólo puede salvar su reelección la torpeza y el radicalismo de los republicanos.
Así el mundo que se está forjando en la crisis contempla la emergencia de nuevas clases medias en el mundo emergente y la decadencia de esas mismas clases medias en el mundo emergido. No estamos en el camino de la creación de una clase media a escala planetaria que estabilice la mundialización. Más bien al contrario.
Si como resultado de esa dinámica divergente se impone la lógica del miedo en el Norte frente al deseo de revancha en el Sur, si las tentaciones proteccionistas, la reafirmación nacionalista, la xenofobia y el fundamentalismo religioso se convierten en los factores dominantes del mundo que viene, el proceso de mundialización se detendrá de forma más o menos traumática. Y allá por el 2014, el mundo resultante se puede parecer al de 1914 .Y ya se sabe lo que vino después.
Pero nada está perdido, los países del Sur podrían recorrer el camino de la Europa de la posguerra creando sistemas de reparto de la riqueza y los del Norte pueden salvaguardar sus sistemas políticos de las tentaciones populistas y de las soluciones tecnocráticas. la Historia está por escribir y está lejos de su fin.
Publicado en Republica

jueves, 5 de enero de 2012

Al neoliberalismo le estorba el Estado

Marcelino Rábago

Ya en el siglo XVII, el filósofo Inglés Thomas Hobbes dijo aquello de que “el hombre es un lobo para el hombre” de modo que “cada hombre debería ceder parte de su derecho a la autoafirmación en beneficio mutuo, para que las fuerzas antagónicas de los derechos en pugna se incorporen así a un tratado de paz, o contrato social, base del Estado”
Naturalmente que hay millones de seres humanos repartidos por todo el planeta que están tan preocupados por el bien común, que el papel del Estado prácticamente sería innecesario. Sin embargo, en el otro lado de la balanza estamos los otros miles de millones de seres humanos que, unos más que otros, nos gobierna el instinto básico de nuestro interés particular. No cabe duda de que dependiendo de la cultura política dominante en el país, la cantidad de personas que pertenezcan a uno u otro polo fluctuará, pero, sin duda, en el gobierno actual del neoliberalismo mundial, lo que abunda por encima de todo es el segundo grupo… no importa la clase social a la que se pertenezca. Y de ahí que, según mi opinión, un Estado fuerte, un Estado democrático con leyes reguladoras de los poderes, derechos y obligaciones de todos los ciudadanos que integran el mismo sea hoy más necesario que nunca. Porque dado que el hombre es lobo para el hombre, se ha de poner coto a la avaricia individual en pos del equilibrio, la justicia y la paz social.
Que la democracia y el control global del hombre por el hombre están hoy en peligro lo podemos ver, por ejemplo, en Grecia e Italia: sus representantes legítimos han sido sustituidos por unos tecnócratas –al gusto de los lobos de la gran banca- con el pretexto –según dicen dichos lobos- “de acabar con el problema de deuda soberana y el gran estado de despilfarro social de dichos países”. El cinismo es mayúsculo: la banca financiera crea ésta crisis a nivel mundial y como “mea culpa” proponen el ajuste económico de la gente corriente al dictado de sus tecnócratas. Es decir, en vez de atacar los problemas sistémicos del sistema, se da una vuelta más de tuerca sobre los derechos de los ciudadanos de la Europa culta y civilizada. En lugar, como dijo el señor Sarkozy, de “refundar el capitalismo” se opta por una huida hacia adelante.
El Estado y su mayor triunfo, el Estado del bienestar, tratan de “salvar al hombre del propio hombre”. De ahí que al neoliberalismo no le guste el Estado y trate de hacer todo lo posible por destruirlo. El Estado supone una barrera contra el poder de las élites económicas y es por ello que empleen todos los medios a su alcance para tratar de minar su reputación. Los medios de comunicación a su servicio siempre estarán prestos a mostrar los casos puntuales de inoperancia o abuso por parte de funcionarios públicos y no, por ejemplo, a los miles de ellos que desempeñan su función a la perfección. Tampoco sacarán a los millones de personas que hacen un uso racional de las prestaciones del Estado, sino por el contrario a los sin vergüenzas que abusan de ellas. Todo con la intención de mostrar su “ineficacia”, desprestigiarlo y vendernos sus seguros. Desde altavoces neoliberales se malicia al ciudadano medio diciendo que el Estado del bienestar dilapida medios y que “cualquier ciudadano sensato sabría administrar mejor su propio dinero… que no hace falta un Estado que se lo recaude y que lo ponga donde se le ponga en gana”.
El neoliberalismo trata de maliciar a las clases populares, trata de ponerlas en contra de lo público. Tratan de difundir la “ética” de la autosuficiencia y el egoísmo con el fin de, evidentemente, hacer caja. He aquí algunos ejemplos:
1.- El neoliberalismo acusa al Estado democrático de que propicia dirigentes políticos corruptos y “manirrotos”, por lo que “hay que replantearse el Estado”. Afortunadamente –como demuestra por ejemplo el último caso de corrupción del presidente de la comunidad Valenciana- el Estado democrático puede meter mano a estas corrupciones llevando a los tribunales a dichos sujetos. Puede ser más o menos lento, pero finalmente lo hace. Con instituciones menos fuertes, la corrupción sería la norma en la mayoría de las relaciones económico – políticas. No hay más que ver el modo de operar de los países no democráticos “colonizados” por las grandes trasnacionales… o los desmanes del sector financiero.
La justicia puede no ser perfecta en el Estado de derecho, pero es la menos imperfecta que se conoce.
2.- El neoliberalismo acusa al Estado democrático de derroches en servicios esenciales como son, por ejemplo, la sanidad. Efectivamente, el neoliberalismo nunca “derrocharía” recursos en un enfermo que no le fuera rentable. Su seguro médico le diría hasta dónde podría atenderle.
Que yo sepa ninguna persona se mete en un quirófano por gusto, ni se toma paracetamol como una gracia. Si bien el uso de los medicamentos debe ser racional y debe tenderse a que ninguno vaya a la basura por no usarlo, y por otra parte la educación en una vida sana debe ser una prioridad pedagógica de los Estados, lo que ha conseguido “la medicina del bienestar” es que ningún ciudadano se muera por no poder pagarse su tratamiento. Los ataques por parte de las políticas neoliberales contra “la medicina del bienestar” son debidos a que quieren coger la parte “apetecible del pastel” que actualmente tiene el Estado. Y es por ello que tratan de desprestigiar la medicina pública con el fin de hacer clientes… con recursos, es decir, clientes rentables. En el Estado del bienestar, sin embargo, todos hacemos caja común con el objetivo de que aquel que tenga menos suerte con su salud, pueda seguir disfrutando de una vida digna sin tener que pedir un crédito al banco. Y esa caja común la hacemos porque nuestra filosofía es la de la buena gente que no excluye, que no quiere que nadie sufra –o incluso muera- por falta de recursos. Nuestra altura humana quiere que exista esa caja… porque somos personas generosas.
3.- El neoliberalismo acusa al Estado del bienestar de derrochar, por ejemplo en educación. Naturalmente que ellos no derrocharían: a la primera que vieran lentitud en el aprendizaje del alumno, si no tuviera recursos económicos, lo excluirían. El mayor valor que puede tener un Estado es la educación de sus miembros, pues un mayor conocimiento siempre da más herramientas para entender la realidad, la vida y al resto de los hombres. Todas las políticas dirigidas a recortes en educación no han comprendido (o no les interesa) lo anterior. Y es por eso que como nosotros sí lo hemos entendido, y nos parece una buena estrella a seguir, hacemos una caja común para que todos, ricos y pobres, puedan disfrutar de una enseñanza de calidad, laica y crítica. Y lo queremos porque somos seres humanos elevados que disfrutamos viendo cómo nuestros hijos y los de mis vecinos se enriquecen con todo el patrimonio científico y cultural de la especie humana. Nuestra altura humana quiere que exista esa caja… porque somos personas generosas.
4.- El neoliberalismo acusa al Estado del bienestar de la insostenibilidad del sistema público de pensiones, monserga que vienen repitiendo desde hace décadas… sin acierto. Como remedio nos proponen un sistema privado, es decir, que sea la banca, y no el Estado, el encargado de hacer posible “el milagro”. Sin contar con que muchos fondos de pensiones están buscando la mayor rentabilidad posible en el casino financiero mundial, no importando a qué carta puedan apostar (carta que en muchas ocasiones puede empobrecer la vida de personas o pueblos enteros), la pregunta es qué es lo que hace mal el Estado que sí haría bien la banca. La banca alienta la venta de un seguro “egoísta” adaptado al perfil del sujeto contratante. Más allá de dicho seguro personal, la suerte en la jubilación de nuestros vecinos no importaría. La banca apela pues a nuestro egoísmo. El seguro de pensiones bancario (poco rentable para sus clientes, como por otra parte revelan ciertos informes, por, entre otras cosas, las comisiones que, lógicamente, se queda el propio banco) por otra parte es solo apto para aquellas personas que pudieran comprarlo, les decir, aquellas que llegaran holgadas a fin de mes, o cuál define el horizonte de desigualdad que crearía a medio y largo plazo.
Afortunadamente, el Estado, es decir, todos nosotros, hace una caja común porque la suerte de todos los habitantes del país nos importa. Y lo hacemos porque somos personas elevadas que vemos el mundo en su conjunto, más allá de la corta mirada que proporciona la avaricia. Y queremos encontrarnos por los parques públicos a ancianos que viven sin penurias, disfrutando de sus últimos años de su vida sin sobresaltos y con dignidad, Qué le vamos a hacer si somos buena gente y tenemos esa sensibilidad…
5.- El neoliberalismo acusa al Estado democrático de que siempre será más ético un político con recursos económicos propios que uno que no los tenga pues “nunca meterá la mano en la caja”. Es verdad que la realidad demuestra (las cifras están ahí) que hay quienes entran en el mundo de la política con pocos intereses más allá que los suyos propios. Pero la realidad también demuestra (las cifras están ahí) que la riqueza del planeta está cada vez más polarizada. Y que no es verdad que los que ya tienen dinero no están interesados en hacer más dinero y que por ello son mejores candidatos para la vida política que aquellos carentes del mismo. Si esto fuera así, las enciclopedias estarían llenas de ejemplos de reyes / banqueros / grandes familias que gobernaron con acierto a su pueblo al tiempo que no aumentaron sus riquezas o / y las repartieron entre sus conciudadanos, de modo que se equilibraron sus patrimonios. Lamentablemente, como digo, la realidad muestra todo lo contrario: la riqueza está cada vez más en manos de unos pocos. Los datos demuestran que el dinero y el poder deben tener las características de una droga, que cuanto más tienes más quieres, y que el destino de tus semejantes te importa poco comparado con el grosor de tu cuenta bancaria.
Es decir, que no es cierta la afirmación de que el dinero induzca desinterés por el dinero.
6.- El neoliberalismo acusa al Estado del bienestar de que es insostenible. Bien, si desde hace treinta años, los políticos a sueldo de los intereses neoliberales han malvendido a unos pocos los medios de producción que en el pasado eran de todos (telecomunicaciones, banca, energía, entre otros), si desde hace veinte años esos mismos políticos han ido rebajando las contribuciones al Estado de los grandes capitales, si hace cuatro años éstos nos han metido en una crisis sin precedentes que ha arruinado la economía real, y si además esos mismos políticos les han dejado nuestro dinero para evitar su ruina, y ha tenido que hacer desembolsos enormes en forma de subsidios de desempleo debido a esa crisis que los Estados no han generado, es normal que en estos momentos el Estado del bienestar se encuentre en serias dificultades. Y si además, esos poderes que han puesto en tal aprieto al Estado, ha conseguido hacer legal que el banco central europeo no pueda financiar a los Estados, si no que estos tengan que hacerlo a través de entidades privadas -las mismas que se han encargado de llevar a mínimos al Estado- es normal que el Estado del bienestar pueda llegar a ser insostenible. Desde hace treinta años el plan estaba bien urdido: primero desposeer al pueblo de sus industrias, luego hacer legal la bajada de impuestos a las grandes familias y empresas, luego incrementar el poder planetario de las finanzas, posteriormente asfixiar a los Estados como consecuencia de una crisis que no han creado y seguidamente empobrecerlos paulatinamente por la espiral del pago de los intereses de la deuda. Todo con el fin de poner la gestión y explotación de las principales riquezas del planeta en manos de unos pocos, y no, como debería de ser, en las de todos.
Hay un planeta que gira sobre su propio eje cada 24 horas y que lo hace alrededor del sol cada 365 días desde hace miles de millones de años. En este planeta hay tecnología y recursos para que todos sus habitantes lleven una vida digna. Hay recursos y hay autoridad filosófica suficiente (la carta de los derechos humanos) para que ese deseo pudiera convertirse en realidad. Y hay montones de “seres humanos elevados” que nos gustaría vivir en ese mundo y que por tanto mostramos la miseria del mismo con el fin de que los que no se dan cuente reaccionen.
Lamentablemente, el gobierno planetario, lejos de ir por ese camino va por el contrario: la avaricia de todos esos hombres y mujeres y sus actividades, que no están sujetos a un control realmente democrático, están convirtiendo a este planeta en un lugar mucho peor donde vivir del que debería ser. Es natural: la historia parece demostrarnos que el poder y el dinero siempre han corrompido al hombre. El poder está enfermo porque está cegado de ego. Y lo quiere todo para él y nada para los demás. Y es por ello que en sus discursos nunca es prioritario la protección del planeta, ni el bien común, ni un posible decrecimiento que pueda frenar un posible –parece ya – cambio climático, ni el fin de los conflictos bélicos, ni del hambre, ni de la explotación… Por el contrario sus discursos siempre están llenos de “competitividad”, es decir, de “ferocidad”. Esos seres humanos del discurso de la “competitividad y la austeridad” no son seres humanos elevados. Son niños egoístas (con apariencia de adultos) que quieren los máximos caramelos para ellos y los menos posibles para los demás. Y esa avaricia de esos niños malcriados es la responsable de las enormes desigualdades y creciente crispación del planeta.
Y ese es el gobierno del neoliberalismo. Y por esto los Estados democráticos le molestan. Es natural: el Estado (es decir, la regulación de todos nosotros sobre las actividades de todos nosotros) es un palo en la rueda de la expansión de los más avariciosos, que ven “como tienen que dar explicaciones en la plaza” Sin un Estado fuerte, ya no habrá control “del hombre sobre el hombre” y el mundo acabará convirtiéndose en una especie de “mundo feudal”. El neoliberalismo, ese sistema que te induce a desconfiar de tu vecino, es un sistema que destruye lo mejor del ser humano: la compasión y la solidaridad. Y potencia lo peor: la indiferencia y la envidia. Esa es su filosofía… esa es la muestra de su pobreza espiritual.
Y es por todo esto que es el pueblo, es el hombre, el que debe acusar al neoliberalismo, y no al revés.