viernes, 27 de noviembre de 2009

La igualdad de oportunidades es eficaz

F. Ovejero y J.V. Rodriguez: 'La igualdad de oportunidades es eficaz'

F. Ovejero y J.V. Rodriguez: 'La igualdad de oportunidades es eficaz'

El paraíso del mercado neoliberal es un país de Nunca Jamás.La debilidad del Estado de bienestar sólo fortalece a los privilegiados

Como nosotros, habrán ustedes reparado en que cuando llegan las recesiones algunos aprovechan para atizarle al Estado de bienestar. No dudan en reclamar dinero público para salvar los muebles, como en estos días, pero el Estado redistribuidor ya es otra cosa. Una antigualla, una rémora. Desempleo e ineficiencia. No es que en tiempos de prosperidad se relajen pero, cuando vienen mal dadas el personal se pone cainita, sobre todo cuando los de abajo andan como andan, cautivos y desarmados.
Las andanadas más primitivas equiparan al Estado con Vito Corleone, por ladrón y prepotente. Parece presumirse un paisaje de libertad anterior a la horma de las instituciones. Una ingenuidad. El único paisaje sin instituciones, el paisaje natural, si es que algo así tiene sentido, es el que llevaría a que los energúmenos, solos o en bandería, impusiesen su voluntad. A partir de ahí todo es artificio, incluida la compleja trama que garantiza las transacciones y los derechos en el mercado. Una trama que en ningún caso nos permite hacer lo que queramos con lo nuestro, como lo puede comprobar cualquiera que intente alojar su cuchillo jamonero (incluso el legítimamente adquirido) en el espinazo de algún conciudadano. Los intercambios, los derechos de propiedad y la libertad misma resultan inimaginables sin intromisiones públicas; sin ley.
Pero hay también críticas refinadas. Casi siempre andan a vueltas con un supuesto dilema entre eficacia y equidad donde la izquierda preferiría igualdad en la pobreza a cualquier desigualdad, aun a costa de un mayor nivel de bienestar material generalizado. Una majadería, preferir menos a más. El Estado de bienestar, se aduce, distorsiona acciones e incentivos. Se invierte menos y peor, y se produce menos riqueza de la que podría producirse. Esta cosmovisión entiende la vida como la ascensión a una montaña y la eficiencia como el tiempo empleado. El Estado, en su afán igualador, establecería unas reglas absurdas: lastrar a los veloces y librar de peso a los lentos. Con tales incentivos nadie daría un palo al agua. La ascensión duraría una eternidad y todos llegaríamos frustrados. Hasta aquí el mensaje liberal: el coste de la igualdad es demasiado alto. En el mensaje hay importantes posos de verdad, pero la historia es incompleta y la metáfora engañosa.
Para empezar, aun si se acepta la metáfora y se cree que los costes son importantes, no es insensato preferir un Estado redistribuidor. Primero, porque no se elige ser poco productivo, y no parece decente penalizar por lo que no se es responsable, por el mal fario de venir al mundo en la orilla inconveniente. Segundo, porque pudiera suceder que muchos individuos, incluso una mayoría,estuviesen mejor si se redistribuye: aun si el pastel resulta más pequeño, muchos pedazos serán más grandes. Se puede juzgar valioso mitigar las disparidades a costa de cierta riqueza. Entre otras razones porque no pocas veces nunca llega la hora en la que los de abajo puedan disfrutar de esa mayor riqueza que su pobreza relativa hace teóricamente posible, porque cada vez que preguntan si ha llegado la hora de repartir, el argumento se repite: si no somos ricos no habrá nada que redistribuir.
Pero hay más. No es obvio que los costes económicos de la redistribución sean altos. La metáfora alpinista parte de una visión equivocada de qué es y qué objetivos debería tener el Estado de bienestar. Y es que éste no va sólo de llegar juntos, sino también (y sobre todo) de salir juntos. Pero en serio. Es así, porque asegurar igualdad de oportunidades no es sólo justo, sino que además es enormemente eficiente. Este razonamiento siempre se escamotea.
Una sociedad es más eficiente si la asignación de recursos humanos a tareas está basada en los talentos relativos. Estirando la metáfora: importa no sólo cuánto empuja el que va delante de la cordada, sino también quién es. Si es el más capaz, todos irán más rápido. Pero hay ventajas, muchas y sustanciales, que algunos individuos heredan, sin ser resultado ni de sus talentos ni de sus esfuerzos, sino de buena suerte en el dónde nacer. Son cartas ganadoras que ayudan a algunos a llegar los primeros, pero que no hay que esperar que estén en manos de los mejores jugadores. Los hijos de una pareja rica y afanosa pueden tener talento o no, incluso es muy posible que en términos medios tengan más talento que la mayoría, pero ciertamente tienen ventajas derivadas de que sus padres fueron ricos, no de su talento. Ventajas de las que carecen los hijos de los pobres, tanto si son lumbreras como si son ceporros, y que inducen a gente sin particulares talentos a ser líderes de la cordada.
Ventajas y desventajas que el mercado puede hacer poco por corregir. En un mundo imaginario, con mercados de capitales perfectos, donde no hubiese problemas de acceso al crédito, podrían, en principio, mitigarse las derivadas de diferencias en riqueza... pero ése es un país de Nunca Jamás porque no basta con tener talento para pedir prestado, te tienen que saber con talento. En todo caso, con el mercado a palo seco no hay manera concebible de arreglar la inmensa mayoría de desventajas consecuencia de nacer en el lugar equivocado: la red de amigos, la educación recibida, la accesibilidad a la información, la socialización, el valor que se otorga al trabajo y al esfuerzo, etcétera.
En suma, resulta discutible la equiparación entre Estado de bienestar e ineficiencia. Sus problemas, que los tiene, deben ponderarse por los efectos dinamizadores de corregir las desigualdades de origen. Al disminuir la distancia entre los que llegan antes y los demás minimiza también las desventajas que los hijos de los segundos sufren frente a los hijos de los primeros y asegura que los miembros de la siguiente generación encuentren una comunidad más justa, donde los méritos y esfuerzos determinen quién es qué y qué hace quién; que la arbitrariedad del pasado no descarte a nadie del juego social.
El saldo neto es difícil de ponderar, pero resulta improbable que los efectos positivos de la redistribución sean despreciables. El nivel de movilidad social (la probabilidad de que los humildes asciendan en el escalafón de la riqueza, y viceversa) es una medida de cuán superables son las desventajas asociadas a nacer en la familia equivocada. Existe la creencia extendida de que es enorme en EE UU y baja en Europa y no falta quien achaca esa circunstancia a la presencia del Estado de bienestar en esta orilla. Una creencia sin fundamento. Sabemos sin sombra de duda que la movilidad social es notoriamente más baja en EE UU que en los países del Norte de Europa, quedando los países del Sur de Europa en un punto intermedio: los datos disponibles indican que el principal determinante de la movilidad social es el grado de igualdad en la sociedad. Lo cual bien podría explicar por qué las sociedades del Norte de Europa, donde el papel del Estado es notorio, alcanzan sistemáticamente un mayor nivel de vida. Exactamente lo contrario de lo que debería suceder según los conservadores.
El Estado de bienestar hace posible una sociedad más justa y más cohesionada, y lo hace con costes económicos que, en la peor hipótesis, son escasos. El buen funcionamiento de la sociedad difícilmente puede prescindir de los incentivos, y algunas redistribuciones pueden tener efectos perniciosos. Todo eso es cierto, pero aún lo es más que "liberalizar" no garantiza eficiencia. La debilidad del Estado de bienestar lo único que asegura es la fuerza de los privilegiados.
Este artículo lo firman Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona, y José V. Rodríguez Mora,catedrático de Economía de la Universidad de Edimburgo y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.
Publicado en El Pais 10-10-2009

jueves, 19 de noviembre de 2009

La insólita historia del "Internet socialista de Salvador Allende"

Cuando el ejército de Pinochet derrocó al presidente Salvador Allende, hizo ayer 30 años, descubrió un revolucionario sistema de comunicaciones que conectaba a todo el país al que algunos califican como “una especie de Internet socialista.” ¿Su creador? Un excéntrico científico británico.
Por Andy Beckett
A principios de los años 70, en un lugar alejado de West Byfleet, en Surrey, Inglaterra, se realizó un experimento tan pequeño como importante. En el cobertizo de una casa, un adolescente llamado Simon Beer construyó una serie de “contadores eléctricos para medir la opinión pública”. La idea fue la siguiente: los usuarios hacían girar el dial del medidor para indicar si estaban o no satisfechos con determinada propuesta política. Extraño y ambicioso, el planteo funcionó bien. Y lo más sorprendente era que el mercado que había encargados su desarrollo, y al que estaba explícitamente dirigido no era Gran Bretaña, sino Chile.

La historia dice que el gobierno asediado sediento de innovaciones que conducía Salvador Allende contrató a Stafford Beer, el padre de Simon, para que realizara un experimento tecnológico amplio, del cual los medidores eran una pequeña parte. Se lo llamó Proyecto Cybersyn. Nadie había intentado algo así antes. Y tampoco después. El señor Beer se había propuesto, según sus propias palabras, “implantar un sistema nervioso electrónico en la sociedad chilena”. Los votantes, los lugares de trabajo y el gobierno iban a estar conectados entre sí por una nueva red nacional de comunicaciones a la que, hoy, algunos expertos califican como “una especie de Internet socialista, varias décadas adelantada”.

Cuando, en 1973, el gobierno de Allende fue derrocado por el golpe militar, hizo ayer 30 años, todo lo que Beer y sus colaboradores habían llegado a construir pasó al olvido. Entre las muchas historias sobre el período Allende, el Proyecto Cybersyn apenas mereció una nota al pie de página. Sin embargo, las personalidades involucradas, el trabajo que realizaron, el optimismo y la ambición e inviabilidad del plan esconden algunas verdades importantes sobre el gobierno de Allende. Hasta que murió, el año pasado, Stafford Beer fue un aventurero idealista e inquieto que sentía una loca atracción por Chile. Un poco científico, con algo de gurú, medio teórico, se había enriquecido en la Inglaterra de los años 50 y 60. Pero vivía frustrado.

Sus ideas sobre las semejanzas entre los sistemas biológicos y los desarrollos humanos, expresadas en su libro “The Brain of the Firm”, lo convirtieron en un consultor muy solicitado por las empresas y los políticos británicos. Sin embargo, como sus clientes no adoptaban las soluciones que les recomendaba tanto como él quería, empezó a cerrar contratos en el exterior. A principios de los 60, su compañía hizo algunos trabajos para la compañía de trenes de Chile. Y aunque él no viajó a Sudamérica, uno de los chilenos involucrados en sus proyectos, un estudiante de ingeniería llamado Fernando Flores, empezó a leer los libros de Beer y se sintió cautivado por su originalidad y su energía.

Para cuando el gobierno de Allende resultó electo, en 1970, Beer ya tenía un grupo de discípulos en Chile. Inmediatamente después, Flores se incorporó al gabinete comunista con la responsabilidad de nacionalizar algunos sectores de la industria. En 1971, la euforia inicial de la revolución democrática no autoritaria de Allende, empezó a desdibujarse y Flores y su segundo, Raúl Espejo, se dieron cuenta que, desde el ministerio, habían comprado un imperio desorganizado de minas y fábricas, algunas ocupadas por sus empleados, otras todavía controladas por sus gerentes originales, unas pocas operativas y eficientes. Y en julio, le escribieron a Beer para pedirle ayuda.

Sabían que, aunque estaba muy ocupado, sentía simpatía por la izquierda. “Queríamos contratar a alguien de su equipo”, recuerda Espejo. Nunca imaginaron que Beer se iba a entusiasmar tanto como para rescindir otros contratos y trasladarse a Santiago. En West Byfleet la gente pensaba: “Stafford se está volviendo loco otra vez”. Cuando llegó a Santiago, los chilenos estaban muy impresionados. “Era enorme y se notaba a la legua que pensaba a lo grande”, afirma Espejo. Beer pidió un honorario diario de 500 dólares, menos de lo que cobraba habitualmente, pero una suma importante para un gobierno al que los enemigos de Washington no le prestaban dólares, y una dosis constante de chocolate, vino y cigarros.

Durante los dos años siguientes, mientras sus subordinados trataban de abastecerlo y la prensa local lo comparaba con Orson Wells y Sócrates, Beer trabajaba en Chile y, cada tanto, hacía un viajecito a Inglaterra, donde un equipo británico a sus órdenes trabajaba en el proyecto Cybersyn. El resultado de su aporte fue asombroso: Beer diseñó un nuevo sistema de comunicaciones que abarcaba todo Chile, desde los desiertos del norte hasta los hielos del sur, transportando a diario un gran volumen de información vinculada a los ritmos de producción de cada fábrica, el flujo de las materias primas importantes, las tasas de ausentismo y otros problemas de raíz económica.

Hasta entonces, obtener y procesar ese tipo de información, incluso en países ricos y estables, demandaba no menos de seis meses. El proyecto Cybersyn, en cambio, había evitado los obstáculos técnicos. Cuando cayó Allende, los militares chilenos encontraron en un galpón 500 máquinas de télex que habían sido compradas por el gobierno comunista. Los aparatos habían sido cuidadosamente distribuidos en las fábricas y conectados a dos puestos de control, ubicados en Santiago. Allí, un staff pequeño recogía las estadísticas económicas apenas llegaban (oficialmente, a las 5 de la tarde) y las procesaba hasta convertirlas en un informe que llegaba todos los días a La Moneda, el palacio presidencial.

El mismísimo Allende estaba muy entusiasmado con el programa: había ejercido la medicina y entendía, instintivamente, lo que le explicaba Beer sobre las características biológicas de las redes y las instituciones. Por otra parte, ambos coincidían en que Cybersyn no debía espiar a la gente. Por el contrario, su objetivo era permitir a los trabajadores manejar, o por lo menos participar, en la gestión de sus trabajos y, a la vez, fomentar el intercambio de información. No siempre funcionó así. “Algunas personas con las que hablé, me dijeron que era muy difícil que las fábricas enviaran sus estadísticas”, asegura Eden Miller, un norteamericano que está haciendo una tesis sobre Cybersyn.

En 1972 y 1973, años agitados en Chile y en buena parte de Sudamérica, había otras prioridades, amén de que no todos los trabajadores estaban dispuestos y/o podían dirigir sus plantas. Pero también hubo éxitos: las fábricas utilizaban sus télex para enviar pedidos y quejas al gobierno y viceversa. Y, en octubre de 1972, cuando Allende se dispuso a enfrentar su peor crisis desde que había asumido, el invento de Beer se volvió vital. Con el apoyo secreto de la CIA, los pequeños empresarios conservadores chilenos entraron en huelga. Los alimentos escaseaban y el abastecimiento de combustible corría peligro. El gobierno creyó que Cybersyn podía servirle para rebasar el flanco enemigo, empleando los télex para obtener información sobre lo que escaseaba y paliar la falta.

Las salas de control en Santiago funcionaban día y noche. La gente dormía allí, incluidos varios ministros. “Nos sentíamos en el centro del universo”, recuerda Espejo. La huelga no logró derrocar a Allende. Ese fue el pico de utilidad de Cybersyn. Poco después, al igual que el gobierno, empezó a toparse con problemas insolubles. En 1973, por la dimensión del proyecto, que llegó a alcanzar hasta el 50 por ciento de toda la economía nacionalizada, el equipo original de discípulos de Beer se había entremezclado con científicos menos idealistas y, obviamente, aparecieron las fricciones. Para colmo, en paralelo, Beer había empezado a concentrarse en otros planes.

Insólitamente, el científico empezó a convocar a pintores y cantantes populares para publicitar los principios del “socialismo de alta tecnología”; se dedicó a probar los medidores de opinión pública que había diseñado su hijo y hasta a organizar expediciones de pesca para aportarle al gobierno algunos de los dólares que tanto necesitaba. Mientras tanto, el complot de la derecha contra Allende se volvía cada vez más evidente y la economía empezó a desmoronarse: alentados por los Estados Unidos, otros países empezaron a recortarle su ayuda e inversiones. “Había mucha tensión en Chile. Podría haberme retirado, de hecho, lo pensé muchas veces”, escribió después Beer.

En junio de 1973, después de que le aconsejaron abandonar el país, Beer alquiló una casa en la costa. Durante algunas semanas, escribió, contempló el mar y asistió a reuniones gubernamentales secretas. El 10 de septiembre, se tomaron las medidas de una sala de La Moneda para instalar allí un centro de control Cybersyn. Al día siguiente, el 11 de septiembre, el palacio fue bombardeado por los golpistas. Beer estaba en Londres, haciendo lobby para el gobierno chileno y, al salir de una reunión, leyó los diarios: “Allende fue asesinado”, decían. Los militares chilenos encontraron la red Cybersyn intacta, pero no sabían para qué servía.

Aunque Espejo y otros se los explicaron, los aspectos abiertos e igualitarios del sistema les resultaron poco atractivos y lo destruyeron. Espejo logró huir. Poco después del golpe, Beer abandonó West Byfleet y, también, a su esposa, para instalarse solo en una cabaña en Gales. “Tenía la culpa del sobreviviente”, dice Simon. Hoy, Cybersyn y otros posteriores inventos, más esotéricos aún, de Stafford permanecen vivos en oscuros sitios de Internet socialistas y, curiosamente, se los suele mencionar en algunas escuelas de negocios modernas para hablar de la importancia de la información económica.

Es más, los músicos británicos David Bowie y Brian Eno se refirieron muchas veces a Beer como una de sus influencias fundamentales. Sin embargo, seguramente, lo más importante será siempre que su trabajo en Chile afectó positivamente a la mayoría de los que participaron en sus proyectos. Tal es el caso de Espejo, quien hizo una muy buena carrera como consultor de management internacional. El ex colaborador de Beer, está radicado en Gran Bretaña desde hace décadas y, cuando se le pregunta si Cybersyn le cambió la vida, su mirada se vuelve seria. Y responde: “Sí, absolutamente”.

© The Guardian

Traducción de Claudia Martínez

jueves, 12 de noviembre de 2009

QFD (prueba)

lunes, 2 de noviembre de 2009

La traición de la socialdemocracia

Paolo Flores d'Arcais: La traición de la socialdemocracia

Los partidos reformistas, convertidos en aparatos de gestión del poder, se han olvidado de la defensa de la igualdad contra el sistema de privilegios. Al incorporarse al 'establishment' han perdido su razón de ser
Una izquierda que hace política de derechas sólo sirve para preparar el regreso del original
Paolo Flores d'Arcais es filósofo y editor de la revista Micromega. Traducción de Carlos Gumpert.

Creo haber escrito mi primer artículo sobre "la crisis de la socialdemocracia" hace aproximadamente un cuarto de siglo, y eran ya muchos quienes me habían precedido. Sirva ello para explicar que el tema no es nuevo y que puede decirse que las socialdemocracias, en cierto sentido, siempre han estado en crisis (excepto las escandinavas, que nunca llegaron a crear escuela). La raíz de tal crisis reside en efecto en la desviación (un abismo a menudo) entre el dicho y el hecho que las aqueja. La socialdemocracia nació como una alternativa al comunismo en la defensa de la igualdad contra el sistema de privilegios. La alternativa al comunismo se ha conservado (con toda justicia) pero la batalla por la igualdad (es decir, la lucha contra los privilegios) se ha visto reducida a flatus vocis, incluso en su fórmula minimalista de la "igualdad de oportunidades de arranque", que llegó a ser teorizada por numerosos liberales como corolario de la meritocracia individual.

Resulta por ello más fácil recordar los raros momentos en los que la socialdemocracia alimentó realmente esperanzas: el laborismo de la inmediata posguerra, que implanta con Attlee el estado de bienestar teorizado por Beveridge; los años de Brandt, que el 7 de diciembre de 1970 se arrodilla en el gueto de Varsovia; la época de Mitterand, que interrumpe la larga hegemonía gaullista que pesaba sobre Francia casi como destino (o condena). Logros reformistas, a los que las propias socialdemocracias no han dado continuidad. La política del estado de bienestar se detuvo apenas un poco más allá del servicio sanitario nacional (que además se burocratizó rápidamente). La desnazificación radical de Alemania, que los gobiernos democristianos habían descuidado, no se vio enraizada en similares transformaciones de las relaciones de fuerzas sociales. Y la unidad de la izquierda de Mitterrand, tras la prometedora y brevísima época de los "clubes", se resolvió mediante compromisos entre los aparatos de partido, no en un acrecentamiento del poder efectivo de los ciudadanos.

Porque esa es la cuestión -no secundaria en absoluto- que los análisis de la "crisis de la socialdemocracia" no suelen tener en cuenta. El carácter de aparato, de burocracia, de nomenclatura, de casta, que han ido adquiriendo cada vez más, incluso en la izquierda, quienes, por decirlo con palabras de Weber, "viven de la política" y de la política han hecho su oficio. La transformación de la democracia parlamentaria en partidocracia, es decir, en partidos-máquina autorreferenciales y cada vez más parecidos entre sí, ha ido haciendo progresivamente vana la relación de representación entre diputados y ciudadanos. La política se está convirtiendo cada día más en una actividad privada, como cualquier otra actividad empresarial. Pero si la política, es decir, la esfera pública, se vuelve privada, lo hace en un doble sentido: porque los propios intereses (de gremio, de casta) de la clase política hacen prescindir definitivamente a ésta de los intereses y valores de los ciudadanos a los que debería representar, y porque el ciudadano se ve definitivamente privado de su cuota de soberanía, incluso en su forma delegada.

Los políticos de derechas y de izquierdas acaban por tener intereses de clase que en lo fundamental resultan comunes -de forma general: el razonamiento siempre tiene sus excepciones en el ámbito de los casos individuales- dado que todos ellos forman parte del establishment, del sistema de privilegios. Contra el que por el contrario debería luchar la socialdemocracia, en nombre de la igualdad. Y es que, no se olvide, era la "igualdad" el valor que servía de base para justificar el anticomunismo: el despotismo político es en efecto la primera negación de la igualdad social y el totalitarismo comunista la pisotea por lo tanto de forma desmesurada.

La partidocracia (de la que la socialdemocracia forma parte), dado que estimula la práctica y creciente frustración del ciudadano soberano, la negación del espacio público a los electores, constituye un alambique para ulteriores degeneraciones de la democracia parlamentaria, es decir, para una más radical sustracción de poder al ciudadano: así ocurre con la política-espectáculo y con las derivas populistas que parecen estar cada vez más enraizadas en Europa.

Pero lo cierto es que las vicisitudes actuales de las socialdemocracias parecen manifestar algo más: grupos dirigentes al completo que no solo están en crisis sino casi a la desbandada, sumidos en la espiral (al igual que los aviones al caer en picado) de un auténtico cupio dissolvi. La cuestión es que la culpa originaria, el haber olvidado la brújula del valor de la "igualdad", sin el que la izquierda pierde todo su sentido, está pasando ahora factura. Pero razonemos con orden.

Resulta paradójico que la socialdemocracia viva el acmé de su crisis precisamente cuando más favorables son las condiciones para la critica hacia el establishment y para plantear propuestas de reformas radicales en ámbito financiero y económico, dado que está a la vista de todos o, mejor dicho, está siendo padecido y sufrido por las grandes masas, el desastre social provocado por la deriva de los privilegios sin freno y por el dominio sin control ni contrapeso del liberalismo salvaje, de los "espíritus animales" del beneficio.

Y es que la crisis provoca incertidumbre ante el futuro y el miedo empuja a las masas hacia la derecha, según se dice. Pero eso ocurre solo porque la socialdemocracia no ha sabido dar respuestas en términos de reformismo, es decir, de justicia social creciente, a la necesidad de seguridad y de "futuro" de esos millones de ciudadanos. Pongamos algún ejemplo concreto. El miedo ante el futuro adquiere fácilmente los rasgos del "otro", el inmigrante, que nos "roba" el trabajo. Pero si el inmigrante puede "robarnos" el trabajo es solo porque acepta salarios más bajos. ¿Ha intentado llevar a cabo alguna vez la socialdemocracia una política de sistemático castigo de los empresarios, grandes y pequeños, que emplean a inmigrantes con salarios más bajos y sin el resto de costosas garantías normativas obtenidas tras decenios de luchas sindicales?

Algo análogo ocurre con la deslocalización de las empresas, el fenómeno más vistoso de la globalización. El empresario alemán, o francés, o italiano, o español, al trasladar su actividad productiva hacia el tercer mundo, se lucraba con enormes beneficios explotando mano de obra con salarios ínfimos y sin tutela sindical (por no hablar de la libertad de contaminar en forma devastadora). Pero los gobiernos poseen potentes instrumentos, si así lo quieren, para "disuadir" a sus propios empresarios en su carrera hacia la deslocalización, instrumentos que la política de la Unión Europea puede hacer incluso más convincentes o reforzar en buena medida.

La socialdemocracia, por el contrario, se ha doblegado ante esta mundialización, cuando no la ha exaltado, cuando si el empresario puede pagar menos por el trabajo, deslocalizando la fábrica o pagando en negro al clandestino, se crean las condiciones para un "ejército salarial de reserva" potencialmente infinito, que irá reduciendo cada vez más los salarios, restituyendo actualidad a categorías marxistas que el estado del bienestar -y luchas de generaciones (no la espontánea evolución del mercado)- habían vuelto obsoletas. Y sin embargo la socialdemocracia está organizada nada menos que en una "Internacional", y ha gozado durante mucho tiempo en las instituciones europeas de un peso preponderante. No es por lo tanto que no pudiera hacerse una política diversa. Es que no quiso hacerse.

Los ejemplos podrían multiplicarse. La socialdemocracia ha llegado a aceptar las más "tóxicas" invenciones financieras, y no ha hecho nada concreto para acabar con los "paraísos fiscales" o el secreto bancario, instrumentos del entramado económico-mafioso a nivel internacional, con el resultado de que el poder de las mafias se extiende por toda Europa, desde Moscú a Madrid, desde Sicilia hasta el Báltico, y ni siquiera se habla de ello. Y dejemos correr el problema de los medios de comunicación, absolutamente crucial, dado que "una opinión pública bien informada" debería constituir para los ciudadanos "la corte suprema", a la que poder "apelar siempre contra las públicas injusticias, la corrupción, la indiferencia popular o los errores del gobierno", como escribía Joseph Pulitzer (¡hace ya más de un siglo!), mientras que nada han hecho las socialdemocracias por aproximarse a este irrenunciable ideal.

La socialdemocracia debía distinguirse del comunismo en sus métodos, mediante la renuncia a la violencia revolucionaria, y en sus objetivos, mediante la renuncia a la destrucción de la propiedad privada de los medios de producción. No estaba desde luego en su ADN, por el contrario, la abdicación a condicionar a través de las reformas (es decir sustancialmente) la lógica del mercado, volviéndola socialmente "virtuosa" y sometiéndola a los imperativos de una constante redistribución del superávit tendente hacia la igualdad.

Al traicionar sistemáticamente su única razón de ser, la socialdemocracia ha estado en crisis incluso cuando ha ganado elecciones y ha gobernado. ¿Cuánto se han reducido las desigualdades sociales bajo los gobiernos de Blair? En nada, si acaso todo lo contrario. ¿Y con Schroeder? ¿De qué puede servir una izquierda que lleva a cabo una política de derechas, si no a preparar el retorno del original?

No resulta difícil, por lo tanto, delinear un proyecto reformista, basta tener como estrella polar el incremento conjunto de libertad y justicia (libertades civiles y justicia social). Es imposible realizarlo, sin embargo, con los actuales instrumentos, los partidos-máquina. Porque pertenecen estructuralmente al "partido del privilegio". No pueden ser la solución porque son parte integrante del problema.