lunes, 5 de enero de 2009

El trasfondo de la crisis

José Manuel Naredo

Hay que insistir en que la gravedad de la crisis actual viene marcada por la deriva especulativa de la mayor parte de las inversiones acometidas durante el auge del sistema capitalista. Estas, orientadas a obtener plusvalías, se han dirigido mayoritariamente a financiar operaciones de compraventa de títulos, empresas, terrenos e inmuebles, o megaproyectos de dudoso interés económico y social. Por ejemplo, en nuestro país la burbuja inmobiliaria ha llegado a absorber cerca del 70 % del crédito del sector privado.

Sin embargo, la ideología económica dominante invita a soslayar las mutaciones que ha sufrido el capitalismo al desplazar su actividad desde la producción de riqueza hacia la adquisición de la misma, con ayuda de la financiación económica y del recurso a operaciones y megaproyectos apoyados por el poder, pues la metáfora de la producción oculta la realidad de la extracción y adquisición de riqueza y la idea del mercado hace que pasemos por alto la intervención del poder en el proceso económico. El desplazamiento y la concentración del poder hacia el campo económico-empresarial provoca que hoy existan empresas capaces de crear dinero, de conseguir privatizaciones, recalificaciones, concesiones, contratas… y de manipular la opinión, polarizando así el propio mundo empresarial. Si antes el Estado controlaba a las empresas, ahora hay empresas que controlan y utilizan al Estado y a los medios en beneficio propio, demostrando que el capitalismo de los poderosos es sólo liberal y antiestatal a medias. Es liberal para solicitar la plena libertad de explotación, pero no para promover recalificaciones y concesiones en beneficio propio. Y es antiestatal para despojar al Estado de sus riquezas, pero no para conseguir que las ayudas e intervenciones estatales alimenten sus negocios. De ahí, que calificar de neoliberal al capitalismo de los poderosos es hacerle un inmenso favor, al encubrir el intervencionismo discrecional tan potente en el que normalmente se apoya, reflejado en las suculentas ayudas a las empresas establecidas a raíz de la crisis.

Más que hablar de neoliberalismo, habría que hablar de un neocaciquismo revestido de democracia que ha desatado una nueva fase de acumulación capitalista. En esta etapa, los más poderosos son capaces de emitir acciones y otros títulos que suplen las funciones del dinero, contando así con medios de financiación sin precedentes, que les permiten adquirir las propiedades del capitalismo local y del Estado, y con el poder necesario para promover, con la ayuda estatal, operaciones extremadamente lucrativas. El sistema monetario internacional facilita la creación de ese dinero financiero que se sostiene a base de atraer el ahorro, incluso el de los más pobres, hacia la compra de los pasivos no exigibles que emiten los más ricos.

Además, en esta fase, en la que predomina la adquisición sobre la producción de riqueza, los beneficios empresariales y el crecimiento de los agregados económicos de rigor ya no suponen mejoras generalizadas en la calidad de vida de la mayoría de la población, que tiene que sufragar el festín de beneficios, plusvalías y comisiones originado. Pero la sociedad, adormecida por la ideología dominante, sigue sin preocuparse del contenido concreto y las implicaciones de esos agregados monetarios cuyo crecimiento indiscriminado desea y defiende.

La deriva hacia la adquisición de la riqueza se produjo de la mano de la sobredimensión del juego inmobiliario-financiero y demás procesos especulativos que acentúan los vaivenes cíclicos y la volatilidad de las cotizaciones. Este panorama resulta socialmente aceptable en la medida en que una nueva e ingente liquidez alimenta la máquina corrupta del crecimiento económico, de cuyas migajas viven también los pobres. De ahí, que cuando el pulso de la coyuntura económica decae, se quiera inyectar más y más liquidez a toda costa, para que la fiesta de adquisición de riqueza continúe y rebose lo más posible alcanzando a buena parte de la población. El crecimiento actúa así como una droga que relaja los conflictos y las conciencias y crea adicción en todo el cuerpo social. Pero, cuando decae o se frena el malestar, resurge con fuerza, invitando peligrosamente a mirar hacia atrás y a ver las ruinas que ha ido dejando, jalonadas de grave deterioro ecológico, de angustioso endeudamiento económico y de bancarrota moral.

La alternativa al modelo económico descrito requiere profundos cambios mentales e institucionales que no cabe detallar aquí. Cambios que permitan trascender la metáfora de la producción y la mitología del crecimiento económico. Cambios en las reglas del juego que rigen actualmente la valoración comercial y el sistema monetario internacional y que promueven la deriva especulativa del sistema económico antes mencionada. La viabilidad de estos cambios depende de la disyuntiva política que enfrenta a la actual refundación oligárquica del poder con una refundación democrática del mismo. O también, la que enfrenta a la actual democracia, que se dice representativa, pero que se apoya en consensos oscuros y elitistas, con una democracia participativa, con un consenso amplio y transparente, fruto del ejercicio pleno de una ciudadanía bien informada, pues la información es condición necesaria para desmontar las prácticas caciquiles y los lucros inconfesables de las operaciones y los megaproyectos inmobiliarios, así como para reconducir el proceso económico hacia una gestión más razonable y acorde con los intereses mayoritarios. Pero también hay que subrayar que la intensa participación y movilización social, debidamente informada, es suficiente para que tal desmontaje y reconducción se produzca, siempre y cuando peligre el crédito electoral de los responsables políticos.

Publicado en el diario Público

jueves, 1 de enero de 2009

viernes, 24 de octubre de 2008

Manifiesto en torno al turbo liberalismo

"¿NUEVO CAPITALISMO?"
Ha llegado el momento del cambio a escala pública e individual. Ha llegado el momento de la justicia
La crisis financiera esta de nuevo aquí destrozando nuestras economías, golpeando nuestras vidas. En la última década sus sacudidas han sido cada vez más frecuentes y dramáticas. Asia Oriental, Argentina, Turquía, Brasil, Rusia, la hecatombe de la Nueva Economía, prueban que no se trata de accidentes fortuitos de coyuntura que transcurren en la superficie de la vida económica, sino que están inscritos en el corazón mismo del sistema.
Esas rupturas que han acabado produciendo una funesta contracción de la vida económica actual, con el aumento del desempleo y la generalización de la desigualdad, señalan la quiebra del capitalismo financiero y significan la definitiva anquilosis del orden económico mundial en que vivimos. Hay pues que transformarlo radicalmente.
En la entrevista con el Presidente Bush, Durao Barroso, Presidente de la Comisión Europea, ha declarado que la presente crisis debe conducir a “un nuevo orden económico mundial”, lo que es aceptable, si éste nuevo orden se orienta por los principios democráticos –que nunca debieron abandonarse – de la justicia, libertad, igualdad y solidaridad.
Las “leyes del mercado” han conducido a una situación caótica que ha requerido un “rescate” de miles de millones de dólares, de tal modo que, como se ha resumido acertadamente, “se han privatizado las ganancias y se han socializado las pérdidas”. Han encontrado ayuda para los culpables y no para las víctimas. Es una ocasión histórica única para redefinir el sistema económico mundial en favor de la justicia social.
No había dinero para los fondos del Sida, ni de la alimentación mundial… y ahora ha resultado que, en un auténtico torrente financiero, sí que había fondos para no acabar de hundirse los mismos que, favoreciendo excesivamente las burbujas informáticas y de la construcción, han hundido el andamiaje económico mundial de la “globalización”.
Por eso es totalmente desacertado que el Presidente Sarkozy haya hablado de realizar todos estos esfuerzos con cargo a los contribuyentes “para un nuevo capitalismo”!... y que el Presidente Bush, como era de esperar en él, haya añadido que debe salvaguardarse “la libertad de mercado” (¡sin que desaparezcan los subsidios agrícolas!)…
No: ahora debemos ser “rescatados” los ciudadanos, favoreciendo con rapidez y valentía la transición desde una economía de guerra a una economía de desarrollo global, en que esa vergüenza colectiva de inversión en armas de 3 mil millones de dólares al día, al tiempo que mueren de hambre más de 60 mil personas, sea superada. Una economía de desarrollo que elimine la abusiva explotación de los recursos naturales que tiene lugar en la actualidad (petróleo, gas, minerales, coltán…) y se apliquen normas vigiladas por unas Naciones Unidas refundadas -que incluyan al fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial “para la reconstrucción y el desarrollo” y a la Organización Mundial del Comercio, que no sea un club privado de naciones, sino una institución de la ONU- que dispongan de los medios personales, humanos y técnicos necesarios para ejercer su autoridad jurídica y ética eficazmente.
Inversiones en energías renovables, en la producción de alimentos (agricultura y acuicultura), en la obtención y conducción de agua, en salud, educación, vivienda,… para que el “nuevo orden económico” sea, por fín, democrático y beneficie a la gente. ¡El engaño de la globalización y de la economía de mercado debe terminarse! La sociedad civil ya no será espectador resignado y, si es preciso, pondrá de manifiesto todo el poder ciudadano que hoy, con las modernas tecnologías de la comunicación, posee.
¿”Nuevo capitalismo”?. No!
Ha llegado el momento del cambio a escala pública e individual. Ha llegado el momento de la justicia.
Federico Mayor Zaragoza
Francisco Altemir
José Saramago
Roberto Savio
Mario Soares
José Vidal Beneyto

lunes, 20 de octubre de 2008

Opiniones de Krugman sobre Friedman y el turbo liberalismo


¿Quién era Milton Friedman?
Paul Krugman ( Premio Nobel de Economía en 2008 )

La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la ciencia económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por la ortodoxia del libre mercado. De vez en cuando surgían herejías, pero siempre se suprimían. La economía clásica, escribía Keynes en 1936, "conquistó Inglaterra tan completamente como la Santa Inquisición conquistó España". Y la economía clásica decía que la respuesta a casi todos los problemas era dejar que las fuerzas de la oferta y la demanda hicieran su trabajo.
Pero la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni soluciones para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos a la ortodoxia ya no podían contenerse. Keynes desempeñó la función de Martín Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para hacer la herejía respetable. Aunque Keynes no era ni mucho menos de izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su teoría afirmaba que no se podía esperar que los mercados libres proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base para la intervención estatal a gran escala en la economía.
El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman era Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una especie de disciplinado ejército de fieles y provocado una amplia, pero incompleta, retirada de la herejía keynesiana. A finales de siglo, la economía clásica había recuperado buena parte de su anterior hegemonía, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde buena parte del mérito.
No quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La teoría económica aspira al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la tierra, no del cielo. La teoría keynesiana se impuso en un principio porque era mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos rodea, y la crítica de Friedman a Keynes adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artículo sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces parecía poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista y un gran hombre.
Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX. Estaba el Friedman economista de economistas, que escribía análisis técnicos, más o menos apolíticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. Estaba el Friedman emprendedor político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de la política conocida como monetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de 1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por último, estaba el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.
¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las tres estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la economía del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y propagandista descansaba en parte en su merecida fama de profundo economista teórico. Pero hay una diferencia importante entre el rigor de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a veces cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público. Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los economistas profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto a sus pronunciamientos políticos y en especial su trabajo divulgativo. Y debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigía a la masa de ciudadanos.
Pero dejemos de lado por el momento el material cuestionable y hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del Homo economicus. El hipotético Hombre Económico “sabe lo que quiere”; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya sean los consumidores, al decidir entre cereales normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles.
Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre Económico, quedando entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del comportamiento racional es una simplificación especialmente fructífera.
La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no atacó de lleno al Hombre Económico, ya que, a menudo, recurría a teorías psicológicas verosímiles y no a un cuidadoso análisis de qué haría una persona que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y así sucesivamente.
¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre Económico? No, decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The methodology of positive economics [La metodología de la economía positiva] sostenía que las teorías económicas no deberían juzgase por su realismo psicológico, sino por su capacidad para predecir el comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como economista teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento racional a cuestiones que otros economistas habían considerado fuera del alcance de dicha hipótesis.
En un libro de 1957 titulado Una teoría de la función del consumo -no exactamente un título que agradara a las masas, pero sí un tema importante-, Friedman sostenía que el mejor modo de entender el ahorro y el gasto no es, como había hecho Keynes, recurrir a una teorización psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Ésta no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el gran economista keynesiano Franco Modigliani planteó de manera simultánea e independiente el mismo argumento, incluso con más cuidado, al considerar el comportamiento racional, en colaboración con Albert Ando. Pero sí señalaba un retorno a los modos de pensar clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la "hipótesis de la renta permanente" planteada por Friedman y el "modelo del ciclo vital" de Ando y Modigliani resolvían varias paradojas aparentes sobre la relación entre renta y gasto, y todavía hoy siguen constituyendo las bases de cómo estudian los economistas el gasto y el ahorro.

El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado por sí solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un triunfo al aplicar la teoría del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista neozelandés A. W. Phillips señalaba que existía una correlación histórica entre el desempleo y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué punto de la curva de Phillips debería escoger el Gobierno. ¿Debería Estados Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una tasa de desempleo más baja?
En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación Económica Estadounidense una conferencia presidencial en la que sostenía que la correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo. "Siempre hay", decía, "una compensación temporal entre inflación y desempleo; no hay una compensación permanente". En otras palabras, si los políticos intentaran mantener el desempleo bajo mediante una política de generar mayor inflación, sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo acabaría por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En otras palabras, la economía sufriría la situación que Paul Samuelson más tarde denominaría "estanflación".
¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio Nobel de Economía de este año, había llegado de manera simultánea e independiente al mismo resultado). Como en el caso de su trabajo sobre el comportamiento de los consumidores, Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostenía que después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirían las expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía cualquier efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder de adquisición de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado acuerdos de subida salarial más elevados, para que los salarios alcancen el mismo nivel que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio. De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no cumple las expectativas.

En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados Unidos tenía poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue verdaderamente una predicción, en lugar de un intento de explicar el pasado. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda, la correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió exactamente como Friedman y Phelps habían predicho: en la década de 1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de desempleo era tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960, unos años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la década de 1980, pero sólo después de un doloroso periodo de desempleo extremadamente elevado, el peor desde la Gran Depresión.
Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de los grandes triunfos de la economía de posguerra. Este triunfo, más que ninguna otra cosa, confirmó a Milton Friedman en su categoría de grande entre los economistas, independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás funciones.
Una interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del concepto de racionalidad individual a la macroeconomía, también sabía dónde parar. En la década de 1970, algunos economistas llevaron más lejos aún el análisis de Friedman, llegando a sostener que no hay una compensación útil entre inflación y desempleo ni siquiera a corto plazo, porque los ciudadanos anticiparán las acciones del Gobierno y aplicarán esa anticipación, así como la experiencia pasada, al establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta doctrina, conocida como las "expectativas racionales", se extendió por buena parte de la economía académica. Pero Friedman nunca la aceptó. Su sentido de la realidad le advertía de que esto era llevar demasiado lejos la idea del Homo economicus. Y así se demostró: la conferencia pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del tiempo, mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han superado.
"A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí todo me recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito", escribía en 1966 Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos sobre la política monetaria y su creación de la doctrina conocida como monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo dicho por Friedman sobre el dinero y la política monetaria -al contrario que lo que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido engañoso, y quizá de manera deliberada.
Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta monetaria
[en inglés, money supply, oferta de dinero] no se refieren a riqueza en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y también los depósitos bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero las acciones, los bonos y los bienes raíces no son dinero, porque hay que convertirlos en efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.
Si la oferta monetaria constara sólo de moneda, estaría bajo el control directo del Gobierno, o más precisamente, de la Reserva Federal, un organismo monetario que, como sus homólogos los bancos centrales de muchos otros países, está institucionalmente un poco separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de que la oferta de dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco la realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base monetaria -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos tienen en sus cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos guardan en la Reserva Federal-, pero no sobre los depósitos que los ciudadanos tienen en los bancos. En circunstancias normales, sin embargo, el control directo de la Reserva Federal sobre la base monetaria basta para darle también un control efectivo sobre la oferta monetaria total.
Antes de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una herramienta primordial de la gestión económica. Pero él sostenía que en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias sobre la economía. La lógica era la siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su dinero quede ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El banco central podría tratar de estimular la economía acuñando grandes cantidades de moneda adicional; pero si el tipo de interés es ya muy bajo, es probable que el efectivo adicional languidezca en las cámaras acorazadas de los bancos o debajo de los colchones. En consecuencia, Keynes sostenía que la política monetaria, un cambio en la oferta de dinero circulante para gestionar la economía, sería ineficaz. Y por eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a los países de la Gran Depresión.
¿Por qué es esto importante? La política monetaria es una forma de intervención pública en la economía altamente tecnocrática y en gran medida apolítica. Si la Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es comprar unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos mediante anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En cambio, la política presupuestaria supone una participación mucho más profunda del sector público en la economía, a menudo de un modo cargado de ideología: si los políticos deciden usar las obras públicas para promover el empleo, tienen que decidir qué construir y dónde. Por tanto, los economistas con una inclinación al libre mercado tienden a querer creer que la política monetaria es todo lo que hace falta; los que desean un sector público más activo tienden a creer que la política presupuestaria es esencial.
El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana -como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de texto clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la política presupuestaria, mientras que la política monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman decía en la conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:
"La amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la economía ha hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos unos cuantos reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos económicos habían vuelto obsoleta la política monetaria. El dinero no importaba".
Aunque esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria no estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también importaba, la cual culminó con la publicación en 1963 de A monetary history of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz
Aunque A monetary history of the United States es una gran obra de extraordinaria erudición, que abarca un siglo de desarrollos monetarios, su análisis más influyente y controvertido fue el relativo a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz afirmaban que habían refutado el pesimismo de Keynes acerca de la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. "La contracción" de la economía, declaraban, "es de hecho un trágico testimonio de la importancia de las fuerzas monetarias".
¿Pero qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición de Friedman y Schwartz parecía un poco escurridiza, y con el tiempo, la presentación que Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no más sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente corrupta.
Al interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial distinguir entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero más depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los primeros años de la Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en 1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a 19.900 millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente las consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los ciudadanos perdían la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en efectivo y no en depósitos bancarios, y los bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de un pánico bancario. La consecuencia fue que se hacían muchos menos préstamos y, por tanto, muchos menos gastos de los que habría habido si los ciudadanos hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del gasto fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto por parte de los individuos como de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la recesión.
Friedman y Schwartz sostenían que la caída de la oferta monetaria había convertido lo que podría haber sido una recesión ordinaria en una depresión catastrófica, un argumento de por sí discutible. Pero incluso poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base monetaria, provocó la caída de la oferta monetaria total. Al menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por el contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída de la oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra durante la crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se hubiera apresurado a prestar dinero a los bancos en apuros, la oleada de quiebras bancarias podría haberse evitado, y eso a su vez podría haber evitado la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero en efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la preferencia de los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus cámaras acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podría haber evitado lo peor de la depresión.
A este respecto, tal vez sea útil una analogía. Supongamos que se desata una epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que una acción adecuada de los centros de control de enfermedades podrían haber contenido la epidemia. Sería justo culpar a las autoridades públicas de no tomar las medidas adecuadas. Pero sería un exceso decir que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de esos centros para demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el sector público.
Pero muchos economistas, y todavía más lectores legos en la materia, han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa que, de hecho, la Reserva Federal causó la Gran Depresión; que la depresión es en cierto sentido una demostración de los males de un Estado excesivamente intervencionista. Y en años posteriores, como he dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más imprecisas, como si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución presidencial de 1967 declaraba que "las autoridades monetarias estadounidenses siguieron políticas altamente deflacionarias", y que la oferta monetaria cayó "porque el Sistema de la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria, al no ejercer las responsabilidades que tenía asignadas", una afirmación extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de hecho mientras la oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a dos episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos, pero aun así su declaración es, como mínimo, muy engañosa).
En 1976, Friedman les decía a los lectores de Newsweek que "la verdad elemental es que la Gran Depresión se produjo por una mala gestión pública", una declaración que seguramente sus lectores interpretaron como que la depresión no se habría producido si el Estado se hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado más activo, no menos.
¿Por qué los debates históricos sobre la función de la política monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte, porque encajaban en el programa más amplio de Friedman en contra del sector público, del que hablaremos más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De acuerdo con esta doctrina, la Reserva Federal debía mantener el crecimiento de la oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3% anual, y no desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que ocurriese en la economía. La idea era poner la política monetaria en piloto automático, eliminando cualquier poder por parte de las autoridades públicas.
El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte económico y en parte político. Sostenía que el crecimiento constante de la oferta monetaria mantendría una economía razonablemente estable. Nunca pretendió que siguiendo esta norma se eliminarían todas las recesiones, pero sí afirmaba que las variaciones en la curva de crecimiento de la economía serían suficientemente pequeñas como para ser tolerables, de ahí la afirmación de que la Gran Depresión no habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma monetarista. Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la economía con un régimen monetario se daba su desprecio sin reservas hacia la capacidad de los directivos de la Reserva Federal para hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La demostración de la falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio de la Gran Depresión, pero Friedman podía señalar otros muchos ejemplos de políticas que habían salido mal. "Un régimen monetario", escribía en 1972, "aislaría la política monetaria del poder arbitrario de un pequeño grupo de hombres no sujetos al control de los electores, y de las presiones a corto plazo de la política partidista".
El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones principales.
En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.
En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, país del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en 1992, "Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente".
En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante hacer la altamente antimonetarista declaración de que "una política monetaria audaz", no estable ni constante, sino audaz, "puede reducir la profundidad de una recesión".
Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a un día entre bancos, era literalmente cero.
Y en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como Keynes había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendían bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la política monetaria nunca consiguió arrancar.
En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.
En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema
[Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual, "difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo". Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.
En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.
En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.
En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose
[Libre para elegir].
Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?
Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.
Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.
Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:
"Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado".
(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?
Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.
Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.
Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.
Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?
Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.
Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.
Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.
¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.
En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. "Considérense las siguientes tres proposiciones", escribía. "El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera". Y añadía que "en su celo y euforia", eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.
La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.
El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.
Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?
La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había convertido en la nueva ortodoxia.
A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma.
-paul krugman

lunes, 6 de octubre de 2008

La mano invisible no es la receta milagrosa

Gregorio Gil

Este blog se creó en su momento para llamar la atención sobre el "exceso" de liberalismo que se estaba adueñando de nuestra economía. Se ha intentado demostrar mediante artículos y opiniones en muchos casos más autorizadas que la mía, la peligrosidad de liberar la economía de cualquier tipo de reglamentación y control. La mano invisible era, al parecer, el conductor perfecto de los mercados y el modo de llevarlos por la máxima eficiencia a largo plazo.
Curiosamente estos planteamientos han sido defendidos no sólo por los partidos conservadores, sino tambien por una gran parte de los partidos de izquierda en distintas naciones, destiñendo en gran medida sus contenidos sociales. De modo que, cuando se hacían sugerencias sobre la conveniencia de que ciertos sectores, como por ejemplo, la energía fueran mantenidos en manos del Estado con porcentajes mayoritarios se nos tachaba de "anticuados" abogando por una completa liberalización del sector, a pesar de algunos precedentes nefastos como el caso Enron en California.

No cabe duda que lo moderno es el tsunami provocado por el comportamiento del sector financiero y el manejo abusivo realizado con las hipotecas. No sabemos cómo acabará todo esto pero lo que está claro es que ahora sí "conviene" la intervencion del Estado, ahora resulta que sí es moderno y conveniente.
Parece que todos estos directores de la economía que actuaron según estas premisas en la economía deberían ser apartados ya que han demostrado su incapacidad y arbitrariedad para seguir rigiendo los destinos de la misma. Del mismo modo que en otro momento se apartó esta vez sin argumentos a todos los que pensabamos que el Estado debería desempeñar un papel más activo que el que estaba desarrollando abogando por un golpe de timón.

jueves, 18 de octubre de 2007

Bruselas defiende renta mínima ciudadana para acabar con la pobreza en Europa

Terra Actualidad - EFE 17-10-2007

La Comisión Europea (CE) quiere que los Veintisiete estados miembros de la UE reconozcan el derecho básico de sus ciudadanos a una renta mínima, con el fin de acabar con el riesgo de pobreza que sufre un dieciséis por ciento de los europeos.

Bruselas pidió hoy el reconocimiento de este y otros derechos de carácter social y laboral en una propuesta para atajar la pobreza y la exclusión laboral que será remitida a los Estados, y la patronal y sindicatos para su discusión en los próximos meses.

Según los datos de la CE, el diez por ciento de los europeos vive en un hogar en el que nadie está empleado y uno de cada cinco reside en una vivienda que no cumplen los requisitos mínimos.

El comisario europeo de Empleo, Vladimir Spidla, afirmó hoy que 'es inaceptable que tantos europeos vivan en el umbral de la pobreza a pesar de los buenos resultados del empleo en la UE en los últimos tiempos'.

En su propuesta, el Ejecutivo comunitario considera que 'es un derecho básico de la persona contar con suficientes recursos y asistencia social para vivir de forma digna', por lo que propone una renta mínima para todos los europeos.

El disfrute de este derecho debe conllevar la entera disponibilidad del ciudadano a trabajar o bien a seguir cursos de formación profesional, según el texto.

Para fijar la cuantía de este subsidio, la CE recomienda seguir indicadores como estadísticas de rentas mínimas, niveles de precios de bienes de primera necesidad o datos sobre el gasto doméstico medio.

Por otro lado, Bruselas considera 'imprescindible' reforzar los servicios sociales e incentivar a las empresas para que empleen a aquellas personas que se encuentren en riesgo de exclusión social.

La CE también quiere evitar el efecto 'puerta giratoria' entre los empleados con contratos de baja calidad y corta duración que poco después de ser contratados vuelven al paro.

'Es necesario promover el empleo de calidad. El ocho por ciento de los trabajadores activos de la UE viven en el umbral de la pobreza', recuerda establece en la proposición de la CE.

Estas propuestas son fruto de una primera consulta general entre autoridades nacionales, patronales y sindicatos impulsada por la CE en la primavera de 2006.

De ser aprobadas estas medidas, tras el visto bueno del Consejo de la UE y la Eurocámara, se podrían beneficiar del Fondo Europeo Social, que cuenta con un presupuesto anual de 10.000 millones de euros.

lunes, 20 de agosto de 2007

sábado, 4 de agosto de 2007

Regreso al progreso

Fernando F. Savater

Incluso antes que Leo Strauss cuestionase el término, el progreso había criado mala fama. Sonaba a ingenuidad ilustrada apoyada en un automatismo optimista, que inyectaba en el discurso histórico las funciones salvíficas anteriormente reservadas a la Providencia divina. A trancas y barrancas, todo debe avanzar hacia lo mejor: es una rueda de molino difícil de tragar, sobre todo, para quienes han padecido los avatares del siglo XX. Sin duda, el conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas mejoran gradualmente, pero tanto en sus logros beneficiosos para la industria y la comodidad humanas como en sus potencialidades destructivas. Los derechos humanos han sido proclamados intencionalmente sobre los holocaustos de dos atroces totalitarismos, pero siguen careciendo de recursos internacionales de garantía y son más retóricamente predicados que eficazmente defendidos en gran parte del mundo. La noción de “modernidad”, que para algunos equivale a progreso, envuelve en demasiadas ocasiones el simple despliegue arrollador de las conveniencias de un capitalismo que maximiza beneficios pero se desentiende de las efectivas mejoras sociales para la mayoría. Oímos vocear lo que como beneficio de algunos se consigue pero se silencia o minimiza lo que pierden tantos en riqueza de convivencia o de protección ante los abusos plutocráticos. Etcétera… para qué seguir.

Sin embargo, purgado de automatismos y dotado de voluntad política, el término progreso tiene pertinencia como ideal. El progreso no es un destino en el que se cree, sino un objetivo ilustrado al que se aspira y hacia el que se lucha por avanzar, en la incertidumbre de la realidad histórica. Será progreso cuanto favorezca un modelo de organización social en el que el mayor número de personas alcancen más efectivas cuotas de libertad: es decir, son progresistas quienes combaten los mecanismos esclavizadores de la miseria, la ignorancia y la supresión autoritaria de procedimientos democráticos. Hablando el lenguaje que hoy resulta más próximo e inteligible, la sociedad progresa cuando amplía y consolida las capacidades de la ciudadanía. Ser progresista es no resignarse ni conformarse con las desigualdades de libertad que hoy existen, sino tratar de superarlas y abolirlas. Y es reaccionario cuanto perpetúa o reinventa privilegios sociales, descarta los procedimientos democráticos en nombre de mayor justicia o mayor libertad de comercio, propala mitologías colectivas como si fuesen verdades científicas, etcétera…

En la interpretación política actual creo que el eje progresista-reaccionario tiene mayor capacidad movilizadora que la tradicional división entre izquierda y derecha. No se trata de que ya no existan izquierdas o derechas, como se dice a veces. Esta división sigue siendo operativa, siempre que no se absolutice, es decir, que no se pretenda la hemiplejia social de abolir la mitad complementaria. En el reparto de la intencionalidad política es necesaria la visión que prima los espacios y los servicios públicos, la redistribución y la protección social tanto como la que estimula la iniciativa individual junto a los derecho adquiridos de propiedad. De la pugna leal entre ambos polos surge la vitalidad comunitaria. Pero ni los unos ni los otros tienen la exclusiva de las virtudes sociales: ni los unos monopolizan la justicia ni los otros monopolizan la libertad. Y desde luego, tanto desde la izquierda como desde la derecha pueden venir propuestas progresistas o esclerotizarse cautelas o imposiciones reaccionarias. Por eso, resulta quizá este último índice el más inspirador para quien no se avienen sencillamente a la militancia ciega en las formaciones políticas tradicionales.

Respecto a la noción de progreso existe un acrisolado prejuicio que lo liga a la política de izquierdas (simétrico al que llama “modernización” a cuanto aligera de trabas de protección social para facilitar la extensión del capitalismo internacional).

Pero cuando se hace inasumible la vinculación entre progreso e izquierda, como en los totalitarismos comunistas, se decreta que allí no se trata de una izquierda “verdadera”. Sin embargo, Stalin era de izquierdas qué otra cosa podría ser, aunque también profunda y radicalmente reaccionario. Y los gerifaltes del comunismo español que disfrutaban de la hospitalidad de Ceacescu o Kim II Sung se portaban como correctos miembros de la izquierda aunque también como cómplices de los gobiernos más reaccionarios de la época. Aún no hace mucho, en nuestro Parlamento, se presentó una moción para solicitar a la dictadura cubana que liberase sus presos políticos: sólo tres partidos de derechas PP, PNV y CiU adoptaron la actitud progresista de apoyarla, mientras que los grupos de izquierda se unían para rechazarla con reaccionario entusiasmo. Etcétera…

Uno de los más notables enigmas de la actual política española al constituir los consistorios de ayuntamientos o comunidades autónomas es el empeño en “gobierno de progreso” a cualquier combinación que incluya a nacionalistas y partidos de izquierda, con tal de que excluya al PP. Es difícil imaginar por qué regla de tres semejantes contubernios pragmáticos, sin duda muy convenientes para los intereses particulares de quienes los protagonizan, representan un “progreso” para todos los demás. No soy de los que ven el futuro de un radiante color rosa, pero aceptar que el país “progresa” hacia Javier Madrazo o Joan Tardá me parece francamente un pesimismo excesivo. Y ¿por qué diablos va a ser “progresista” que los socialistas formen gobierno en Navarra con NaBai, ese indudable frente nacionalista, con el que poco deberían tener que ver? A no ser que estén intentando retomar alguna de las cochinadas que tenían medio apalabradas el pasado noviembre con Batasuna y el PNV. Por cierto, ya vamos sabiendo cuál era el lema más despótico que ilustrado de las falsamente negadas negociaciones del aún más falsamente llamado proceso de paz: ”todo para ETA pero sin ETA”.

Pues bien, de progreso nada. La tradición nacionalista, separatista y disgregadora, es uno de los dos chancros reaccionarios que infectan el desarrollo democrático español desde el siglo XIX (el otro es el tradicionalismo clerical, que también sigue tristemente vigente como lo demuestra la polémica en torno a la Educación para la Ciudadanía). Nada hay de progresista en romper la igualdad legal o fiscal del Estado de Derecho ni en fórmulas de inmersión lingüística educativa y social que no sólo atropellan la lengua materna de los castellano hablantes sino que también amenazan la necesaria existencia de una lengua política común (véase Appiah, La ética de la identidad, Ed. Katz), indispensable para el funcionamiento de una comunidad democrática plural. Este último abuso (negado con desfachatez por los cuentistas de turno, ya saben ustedes) es tan avasallador y dañino que sólo el desinterés de la mayoría de la población por cuestiones educativas y culturales explica que no haya una sublevación cívica masiva contra tales prácticas.

La izquierda devalúa la noción de progreso cuando la esgrime legitimadoramente en casos tan inverosímiles. Lo cual no deja de volverse a veces contra ella: Madrid ha pasado a ser, en su Ayuntamiento y su Comunidad de “rompeolas de todas las Españas” a rompe-pelotas de todas las izquierdas, entre otras sutiles razones que los analistas estudian, porque en esta capital se han refugiado muchos de los damnificados por los “gobiernos de progreso” periféricos que no están dispuestos a colaborar con su voto en la repetición de nada ni remotamente parecido. En el futuro inmediato, con una situación económica de bonanza decreciente y gran parte de la población acosada por la voracidad del Euribor como Baskerville lo fue por el célebre sabueso infernal, no serán los que llamen progreso a dificultar aún más las cosas segmentando estatutaria e insolidariamente los mercados o estableciendo barreras lingüisticas quienes van a conquistar la simpatía de los votantes… Y si no, al tiempo.

Algunos creemos que un enfoque progresista de la política sigue teniendo hoy sentido: es decir, que no compartimos la pataleta de quienes por indignación con los reaccionarios de izquierda se hacen reaccionarios de derechas y viceversa. Más bien se trata de buscar planteamientos de progreso que escapen al mero maniqueísmo partidista: quizá hoy se esté intentando también algo parecido en el nuevo Gobierno francés y en otros espacios de la Unión Europea. Merece la pena intentarlo en España, no como mera cuestión de debate académico, sino en el terreno de la representación parlamentaría: en ello estamos.


Publicado en El País agosto 2007

martes, 24 de julio de 2007

Sobre los salarios y sobre el país, claro

Marcos Peña*
En los últimos días se han publicado en El País un par de artículos que disfrutan de una cierta singularidad: se refieren a asuntos que realmente a todos nos interesan, se escriben con sensatez y fundamento y, lo que resulta más sorprendente, se leen con facilidad. Es decir, están bien escritos. Me refiero a los artículos de David Vegara, Secretario de Estado de Economía y Antonio Ferrer, responsable de acción sindical de UGT, consejero del Consejo económico y social y querido amigo.
Ambos se esfuerzan por interpretar una afirmación de la OCDE que ha suscitado un cierto revuelo y que, de ser cierta, vendría a cuestionar, llamémoslo de alguna manera, el milagro español. En síntesis, crece el excedente bruto empresarial y disminuye la participación de los salarios en la renta nacional. Bueno, casi lo de siempre, los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.¡Qué vergüenza!
Para empezar, alguna consideración. Hablamos, no nos olvidemos, de asuntos realmente de interés. De asuntos que registran realidad y que poco tienen que ver con los temas que, día a día tratan los opinantes de turno con la ya tradicional impertinencia de la trascendente banalidad. Hace ya muchos años que los españoles, cuando son preguntados, responden que para ellos lo más importante es el empleo, su trabajo o la ausencia del mismo; sería deseable que la atención política, social y cultural de este país respondiera a ello, fuera coincidente con esta inquietud.
Y volviendo a lo nuestro, es verdad que la participación de los salarios en la renta nacional ha descendido. Es rigurosamente cierto. Tal como refleja la memoria del CES , del 47% en 2005 pasamos al 46,6% en 2006, sin olvidar que en 2000 se situaba en el 49,5%.
Sostiene Vegara, y con fundamento, que a pesar del dato, la economía española no sólo crece, sino que lo hace cada vez mejor, que los salarios en los últimos tres años (deflactados) han ganado 11,4% del poder adquisitivo, en el mismo periodo el salario mínimo ha crecido un 24% y la renta per cápita ha aumentado más de un 18%.
Explica esta pérdida de presencia en renta nacional con un ejemplo sencillo: "supongamos una economía con tres habitantes en la que sólo trabaja uno de ellos, recibiendo un salario de 2.000 € al mes. El salario medio de 2.000 €. Si una segunda persona acceder al mercado de trabajo con un salario de 1.000 €, ¿qué ocurre con el salario medio? ¡ocurre que este desciende un 25%!”.
Vivimos mejor y, sin embargo, la participación de los salarios en la renta nacional ha caído considerablemente. Y advierte contra la tentación de cuestionar uno de los principales activos de la economía española: la moderación salarial.
No es que el artículo de Antonio Ferrer "mejores empleos, mejores salarios" venga a contestar estas afirmaciones. Podríamos decir que las enriquece, y la clave está en el título: el objetivo del mejores empleos y de ellos vendrán mejores salarios reproduce una constante del trabajo que desarrolla el CES: el factor estratégico es el humano, la prioridad es mejorar la calidad del capital humano. Porque, si bien la foto que refleja el peso de los salarios en la renta nacional no demuestra la pérdida de poder adquisitivo, si demuestra que nos movemos en un patrón de crecimiento manifiestamente mejorable, caracterizado como síntomas de mejora por un aumento del empleo de poca calidad. Lo que encierra un silogismo poco recomendable: si el factor humano es el estratégico, y el eslabón débil de la cadena es el capital humano, el factor estratégico es el eslabón débil. Y esto, sin duda, es poco recomendable.
Todos sabemos los grandes números: crecimiento del PIB (2006) es 3,9%; del empleo: 4,1%; de inflación: 2,7%; de superávit en las cuentas públicas 1,8%. Pero, a menudo, no recordamos o no valoramos suficientemente otro activo fundamental de nuestro patrimonio. Y se trata de nuestra mejor herramienta de trabajo, nuestro más sofisticado bien de equipo. Hablo, obviamente, el estado de salud del diálogo social en España goza de buena salud. Y a él le va a corresponder, al final (y al principio) poner un poco de orden en todas estas cosas.
Nuestro modelo productivo no es fácilmente cambiable por no decir imposible con medidas laborales. Toda persona mínimamente informada se ha enterado ya de que la gran reforma laboral no existe; en fin: que tiene todas las virtudes pero carece de una esencial, la existencia, y que hay que entrar con otro tipo de políticas, básicamente educativas y de promoción de la investigación, el desarrollo y la innovación (la i de innovación con I mayúscula). Y esto nos acerca a asuntos complejos y aún no resueltos: la interconexión de políticas y la coherencia y situación al de dicha interconexión exige. Para ser más claros: es obligatorio fortalecer los mecanismos de cooperación de todos los poderes públicos.
Nadie hoy en día discute lo de la educación y el I+D+i; es una obviedad, todos sabemos que la principal riqueza de las naciones en su conocimiento, pero como suele ser habitual, volvemos a la dramática persecución de lo obvio.
No hace mucho que se debatía en este país sobre política educativa. Daba la sensación de que el asunto y del criterio y competencial era el más importante. Pues bien, con toda seguridad no es así: el 30% del fracaso escolar (tasa similar a la de la precariedad), la relación entre academia y empresa, su tránsito, la necesidad de aprender a aprender, la exigencia de potenciar la formación profesional y las titulaciones medias son asuntos que me atrevería a calificar como más importantes que los identitarios.
Hay muchas cosas que juegan a nuestro favor: las constantes vitales de nuestra economía son buenas, el diálogo social funciona, el diagnóstico es compartido… ¿Entonces?
son cuestiones que nos resultan resolver porque la ley lo diga, aquí lo de lux fiat no funciona. Las cosas son siempre más complejas. ¿Entonces? insistir en algo que ya hemos dicho. El empleo de la prioridad de los españoles. Es razonable, pues, que sea la prioridad del debate social, político, económico y cultural de nuestro país. O quizás no hay que ser tan ambiciosos: al menos que no nos distraigan otras cosas, que estemos atentos.
*Presidente del Consejo Económico y Social
Publicado en El País Julio de 2007

sábado, 31 de marzo de 2007