Juan Francisco Martín Seco
Los éxitos electorales en los partidos políticos comportan acumulación de poder y ello genera unanimidad y acalla malas conciencias. El líder aparece entonces como indiscutido e indiscutible. Por el contrario, los reveses en las urnas pueden dejar a las formaciones políticas en la mayor de las indigencias, desatándose entonces todos los demonios familiares y los reproches más severos. Autocríticas que, por otra parte, suelen carecer de credibilidad porque obedecen exclusivamente al resentimiento por el desenlace electoral pero que cesarían tan pronto como el resultado fuese más propicio.
El PSOE ha sufrido en las últimas elecciones (autonómicas, municipales y generales) los mayores varapalos de su existencia, perdiendo elevadas cotas de poder. Entra por tanto dentro de lo compresible que se levanten todo tipo de tormentas internas. Quizás lo único novedoso se encuentra en la vaguedad y confusión en los planteamientos, y en la falta de valentía en las posiciones. Se dice, pero no se quiere decir; todos están de acuerdo con todos y afirman poder suscribir el documento contrario, al tiempo que se tiran a la yugular de los que lo han promovido. No obstante, quizás todo eso también sea compresible. Primero, porque por mucho que se escuden en la batalla de ideas, lo que se está dilucidando es una lucha por el poder interno. Segundo, porque unos y otros, de alguna manera, han estado implicados en los errores que dicen querer corregir. Y, tercero y principal, porque el único motivo de la autocrítica es el fracaso electoral y no el convencimiento profundo de que el PSOE hace mucho tiempo que dejó de ser un partido socialdemócrata.
La crisis del PSOE es bastante más profunda de lo que ellos mismos piensan y están dispuestos a admitir y, desde luego, se remonta más allá de la etapa Zapatero. El zapaterismo ha sido la manifestación de una generación criada y educada en un partido socialista totalmente descafeinado, y que había renegado ya de los auténticos valores socialdemócratas, o al menos los había distorsionado. El zapaterismo es hijo del felipismo. (Chacón afirmó ser la niña de Felipe González). El único PSOE que han conocido los integrantes de esa generación es aquel que estaba ya desfigurado por el poder.
El partido socialista años atrás había ido asumiendo, con la excusa de que era la única política económica posible, los postulados del neoliberalismo económico y, a nivel personal, sus dirigentes se habían dejado atraer por los encantos de la clase económicamente satisfecha. Ante el paro, se aceptó que la solución radicaba en desregular el mercado laboral; bajo el eslogan de que más vale un empleo precario que un parado, se generalizó la contratación temporal y se abarató el despido. Se suscribió la tesis de que lo privado era más eficaz que lo público y se puso en marcha todo un proceso de privatizaciones. Se dio por bueno el argumento de que para garantizar el Estado del bienestar era preciso reformarlo, lo que en la práctica equivalía a reducirlo. Se defendió el axioma de que solo se podía tener el sistema de protección social que pudiéramos permitirnos, olvidando que no era un problema de margen ni de disponibilidad financiera, sino de decisión política; todo dependía de la presión fiscal que se quisiera mantener. Se optó –por lo menos desde principios de los años noventa– por reformas fiscales que no solo limitaban la suficiencia del sistema sino que redujeron fuertemente la progresividad. Con todo, lo más grave fue que se ratificaron los tratados europeos construidos de acuerdo con un modelo neoliberal. Con ellos se fue cerrando cualquier posibilidad de aplicar en el futuro una política socialdemócrata, tal como se está demostrando ahora.
Esta transformación del partido socialista, que implicaba cambios profundos en el discurso y en el ideario, no se realizó ciertamente sin que surgieran resistencias y sin que muchos de sus dirigentes no tuvieran que acallar su mala conciencia al renegar de las que habían sido hasta entonces sus creencias; pero las satisfacciones del poder y la promiscuidad con las fuerzas económicas despejaron todo tipo de dudas. Las nuevas generaciones –los integrantes del zapaterismo– no han tenido, por el contrario, que realizar ninguna reconversión; crecieron y se criaron en un PSOE ya deformado, y la concepción de socialismo que mamaron se limita a una capa fina de progresismo formada por mitos y tópicos sin apenas contenido. Es por ello por lo que el zapaterismo se ha caracterizado por la frivolidad, la ligereza y la inconsistencia, dando bandazos de uno a otro lado para, según soplase el viento, ofrecer un cúmulo de ocurrencias sin fundamento y sin principios.
En honor de la verdad, hay que afirmar que la transformación sufrida por el PSOE no ha sido exclusiva de esta formación política, sino que ha afectado a casi todos los partidos socialdemócratas europeos. Valga de ejemplo el SPD de Schröder o la tercera vía de Blair. La mayoría de la socialdemocracia europea ha perdido el rumbo. Admitieron las reglas de juego de sus enemigos y ahora se encuentran en una jaula, aunque esta para un gran número de sus dirigentes sea de oro.
No queda mucho PSOE por hacer. Lo que queda es mucho PSOE por deshacer. Lo que se precisa es una refundación, destruir para volver a construir; desandar el camino andado, retornar al origen; un renacimiento. No parece, sin embargo, que nada de eso vaya a proponerse en el próximo congreso, ni que esta sea la intención de ninguna de las facciones que lucharán por el poder. Como mucho, lo que se planteará será la forma de recuperar los votos perdidos para conseguir cuanto antes regresar al gobierno. Por otra parte, este último objetivo no es demasiado difícil, dado el bipartidismo imperante y que antes o después el Partido Popular cometerá graves errores; pero estaremos tan solo en una alternancia ramplona de dos fuerzas políticas más o menos conservadoras, más o menos liberales pero muy lejos desde luego de poder hablar de socialdemocracia.